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Columna
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28-F

El paso del tiempo siempre acaba con la épica. No hay fecha histórica que no termine como una mera marca en rojo en el calendario, como el anuncio de un puente que nos permita huir unos días de la rutina. Visto con perspectiva, la movilización que los andaluces vivimos hace dos décadas para reivindicar una autonomía de primera división resulta hoy casi inverosímil. Aquel estallido que la derecha no supo entender y cuyas consecuencias sigue pagando podía obedecer a muchas causas: una oleada de sentimientos nacionalistas sobrevenidos, el agravio comparativo o la consideración de que era una vía de escape por la que se podría alcanzar la prosperidad de otras comunidades de primera como Cataluña o el País Vasco.

No hay duda de que existía por entonces una conciencia regional inédita que se terminó diluyendo a gran velocidad tras la marcha de ese gran agitador que fue el primer presidente andaluz, Rafael Escuredo. Nunca hasta entonces había existido una auténtica conciencia regional: cada provincia, o, incluso, cada ciudad, buscaba una interlocución directa con Madrid para solucionar sus asuntos. A principios de los setenta, a casi nadie le sonaba el nombre de Blas Infante. Tuvieron que publicarse unos libros de Alfonso Carlos Comín y Antonio Burgos para que se volviera a hablar de los problemas de Andalucía en su conjunto, lejos de la retórica casposa tradicional o de la ignorante simpleza con la que Ortega y Gasset se ocupó de nuestra tierra.

Tras aquel estallido de hace un par de décadas, volvemos, en parte, a estar en donde estábamos. Los localismos y los agravios entre provincias y ciudades alcanzan niveles muy superiores a los que existían antes de que Andalucía consiguiera su Estatuto. Hasta entonces, las ciudades y provincias andaluzas vivían de espaldas unas de otras. Ahora, viven enfrentadas y escocidas por los agravios. No hemos ido a mejor.

¿Alguien recuerda que se haya puesto en pie un solo proyecto común? El naufragio de la caja única es un buen ejemplo. Es cierto que el Gobierno de la Junta ha actuado con torpeza, y la oposición con irresponsabilidad y frivolidad, pero el final desastroso de la idea es todo un símbolo: las fuerzas centrífugas impiden en Andalucía cualquier aventura común.

No hay manera de planificar ni de optimizar nuestros recursos por la vía de la especialización. Por ejemplo, seremos incapaces a pesar de nuestra gozosa ubicación geográfica de tener un gran puerto que pueda competir con el de Marsella y hemos de conformarnos con puertos medianos y generalistas que acojan por igual contenedores, pesqueros y cruceros; no es racional, pero así no puede quejarse nadie. Para evitar agravios, poseemos también campus universitarios sometidos a una dispersión geográfica ajena a toda lógica y megalómanos palacios de congresos que compiten en localidades vecinas con resultados inevitablemente ruinosos.

Recuperar una idea de Andalucía nos haría más competitivos y, por tanto, más prósperos. No deja de ser una maldición que las dos únicas cosas que nos unen, hay quien dice que nos "vertebran" sean dos absolutos fracasos: Canal Sur y la quebradiza A-92.

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