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Columna
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Aznarín cogió su fusil

Mi fiel escudero: presto el ánimo a cumplir los altos designios que el Cielo me tiene reservados, y antes de partir para el campo de batalla, distraigo un rato mis oraciones para contestar a tu amable misiva. En ella me haces relación de cómo nuestros sotoalcaides -vulgo concejales-, en Morón y en Rota, han abandonado la disciplina de nuestro glorioso partido para unirse a los torpes manejos del morisco que no cesa. Osan así desafiar las órdenes que tengo recibidas del Emperador Transoceánico, por lo que te mando hacer la siguiente y pública justicia: retirarles el bocadillo en los recreos, amén de la confianza para los próximos comicios. Y nada más quiero saber de este enojoso asunto, que turban mi espíritu cuando más lo necesito para velar mis armas. Aprecio también las noticias que me das de cómo la turbamulta andalusí se regocijaba el pasado sábado, de triste memoria, en vejar por calles y avenidas mi buen nombre, con rimas fáciles y groseras, tal como bigote con chapapote y no sé qué de premios Goya con soez palabreja de similar cadencia. Para otra vez, sin embargo, te ruego no seas tan explícito en las citas, sobre todo en las que desacomodan mi honrosa amistad con el Emperador, en alusión a iconos y posturas de mucho desabrimiento. Ya bien me conozco lo fácil que tienen la bullanga esos malditos turdetanos, y más en tiempos de Carnaval. Por lo que te adelanto que nada habrás de transmitirme de cuanto a buen seguro serán coplillas desatentas con nuestra amada Teofinda, que la pobre este año habrá de sufrir lo suyo. Pero así son los golpes de la adversa fortuna. Y por no dilatar este triste discurso, te autorizo sin más a que apliques a esa cáfila nuevos agravios, los que más te plazcan, como hiciste con las deudas pendientes. Que no está el erario público para pagar injurias, conforme ha dictado nuestro líder espiritual, el señor de Galicia, hablando 'francamente'.

Mas como se acercan tiempos difíciles, te revelaré algunos de mis más íntimos secretos, por si hubieras de referirlos cuando fuere menester. De seguro te habrás preguntado alguna vez a qué causa profunda se debe mi firme resolución de abandonar las lides de la política. Pues a la mucho más noble de medir la fuerza de mi brazo, y el tino de mi fusil (eso sí, preventivo) con la inicua morisma, más allá incluso de Al Ándalus. Tanto es lo que me urge el renombre de España. La única duda que tengo es qué espada ceñirme para tan alta ocasión, si la Tizona del Cid, o la de Carlos I de España y V de Alemania, o la de Boabdil, cobrada en buena hora al sucio moro. Todas tres relucen en mi capilla. Y te parecerá nonada, pero sufro grandes cuitas por decidirme. A ratos me inclino por la primera, pues quiere la leyenda que fue forjada en algún taller andaluz para otro caudillo sarraceno. Mas la de Carlos V causaría gran sonrojo al tal Schröeder, agora vendido a la traición del francés. Y en cuanto a la de Boabdil, no te oculto que se me derriten las entrañas de sólo pensar enarbolarla contra la testa de Sadam Husein. Así me paso las noches, de turbio en turbio, arrodillado ante ellas, sin acabar de decidirme. Reza por mí, te lo suplico.

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