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Columna
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Cuestión de confianza

Josep Ramoneda

Todo ejercicio de interpretación sociológica de una manifestación es una temeridad, y más cuando se trata de un público tan diverso, que respondía a razones, sensaciones y motivaciones muy variadas. Más allá del sentimiento generalizado de rechazo a la guerra -que es el argumento que utiliza el Gobierno del PP para perdonar la vida a los manifestantes: "Nadie está a favor de las guerras"-, me parece que se aprecia, como denominador bastante común, la crisis de confianza. La gente tiene la sensación de que se le toma el pelo: que las razones reales de la guerra no tienen nada que ver con el cuento que se explica, y que este cuento es el preludio de un nuevo relato del mundo o doctrina de obligada observancia.

Unos creerán que la verdad oculta es el petróleo, y en parte tienen razón; otros que es la voluntad de Estados Unidos de tallarse un orden mundial a su medida, lo que no es incompatible con el primer argumento; algunos verán en el fundamentalismo cristiano de Bush y su equipo el motor de la causa, y seguro que también cuenta; y cada vez crece más la opinión de que un propósito fundamental de la Administración norteamericana -con la incondicional complicidad de nuestro presidente- es debilitar a Europa, cosa que ya están consiguiendo; incluso algunos lo leen en clave de la cruzada de Sharon contra los palestinos, que también existe.

Dado que de ninguna de estas cosas se habla abiertamente, la desconfianza crece y crece, y las paranoias del gobernante aumentan, con lo cual su reacción no hace sino agravar la fractura. Es lamentable que los argumentos de un Gobierno que no ha sabido explicar su posición sean que los manifestantes estaban manipulados por los socialistas, que la buena gente ha sido sorprendida en su buena fe y que contra la guerra estamos todos. Rato dijo que España "no tenía ningún interés en esta guerra". Flaco servicio le hizo a Aznar: si España no tiene ningún interés, ¿por qué se hace esta guerra? ¿Por interés del presidente?

Otros gobernantes menos rígidos -o con mayor autonomía- se han dado cuenta de la magnitud del aviso que la ciudadanía ha dado. Tony Blair ha dado un giro tan brusco que un poco más se sale de la calzada. Incluso la Administración norteamericana está resignada a abrir nuevos plazos. Y el New York Times ha puesto en circulación un mensaje: hay un nuevo poder en la calle que es la otra superpotencia. El problema de esta superpotencia es que necesita que su ensayo sea transformado políticamente. En esto Felipe González y Jordi Pujol llevan razón: si no hay transformación política puede haber una gran frustración. Y quien puede redondear el ensayo es Europa si está dispuesta a desempeñar el único papel que le dará presencia decisiva en el mundo: el de potencia de equilibrio.

Existe una posición europea. Chris Patten lo ha dicho: "La de una opinión pública que mayoritariamente a lo largo y ancho del continente se muestra contraria a la guerra". ¿Por qué no la defienden la mayoría de sus gobernantes? ¿Sería sostenible un desacuerdo total entre la opinión ciudadana y los gobernantes europeos? Probablemente sólo serviría para agudizar la crisis de la democracia representativa.

Los gobernantes van viendo pasar los signos de desafecto quitándoles importancia: ni los sensibles aumentos de la abstención, ni el desprestigio de la política, ni los signos de rechazo, ni la indiferencia respecto a la cosa pública parecen preocuparles. En realidad, piensan que nada es más cómodo que gobernar una sociedad desmovilizada, y no se dan cuenta de que la democracia también puede morir por inanición. Sin ciudadanía, no hay democracia. Cuando la gente rompe la aparente indiferencia -que en realidad es desconfianza- se agradecen -y se ridiculizan- sus buenos sentimientos y se sigue como si no hubiera pasado nada. Esta vez el sobresalto ha sido grande, porque nunca había salido a la calle tanta gente a la vez en tantos lugares distintos por una guerra que, de acontecer, lo haría en territorios muy lejanos de la mayoría de los manifestantes. Los nuevos medios de comunicación han hecho que la gente comprendiera que nada de lo que ocurre en el mundo nos es ajeno.

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La gente tiene fundadas sospechas de por qué las resoluciones incumplidas de Sadam merecen una respuesta tan dura y las de Israel, Turquía o Marruecos, pongamos por caso, no. La gente ve que el Gobierno de Irak, un país destrozado por la política de Sadam, por la guerra anterior y el embargo no puede ser un peligro para nadie más que para sus propios habitantes. Y la gente no entiende por qué, si las nuevas tecnologías son tan eficientes como nos dicen, no se puede desarmar y desalojar a Sadam sin necesidad de hacer una guerra. En fin, la gente ve personas destrozadas donde los vídeos oficiales sólo nos muestran lucecitas, como si un bombardeo fuese un entretenido castillo de fuegos artificiales. Los gobernantes no nos explican ninguna de estas sospechas y ni siquiera son capaces de transmitir la gravedad de una decisión tan importante como declarar una guerra.

Así la desconfianza sigue acrecentándose. Desconfianza en los gobernantes e incluso desconfianza en los líderes políticos, que esta vez se han hecho portavoces de la opinión contraria a la guerra, que en cierto modo están a prueba porque la experiencia de otras frustraciones lo hace aconsejable. Los ciudadanos quieren ver hasta dónde están dispuestos a aguantar. Sin embargo, es importante que la respuesta ciudadana tenga presencia parlamentaria, porque algo serio estaría fallando si hubiera un desajuste tan grande entre ciudadanía y representación política que el Parlamento fuera unánime con la guerra.

Todo orden mundial tiene que ver con las relaciones de fuerza. Pero un orden mundial democrático sólo puede basarse en la confianza: en una mínima lealtad de los gobernantes con los ciudadanos. Es cierto que la legalidad es en este momento la mejor arma de que disponen los que no tienen la fuerza, pero es cierto también que el origen del derecho está en la fuerza y que, por tanto, sólo desde un orden multipolar se puede establecer una legalidad internacional que no incline el mundo de un solo lado. Para eso Europa es imprescindible, y la recuperación de la confianza entre gobernantes y gobernados en el Viejo Continente, indispensable. De ahí la grave responsabilidad de quienes han antepuesto la alianza con Estados Unidos a los intereses de la Unión Europea y a la opinión de sus ciudadanos.

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