¿Un Derecho Penal mejor?
Las reformas del Código Penal del Gobierno de Aznar, donde se incrementan notablemente las penas de prisión, me recuerdan más la regresión hacia un Derecho Penal de autor característico de regímenes políticos autoritarios, que a un Derecho Penal moderno, en el que el recurso a la sanción penal está justificado en su dramática necesidad.
Ya autores del siglo XVIII (Montesquieu o Beccaría) establecían que toda pena que no se derive de la absoluta necesidad, es tiránica y en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, de 1789, quedó establecido formalmente el principio de necesidad. El Derecho Penal moderno se caracteriza también por el respeto a otros principios: legalidad, proporcionalidad de la gravedad de la pena respecto al hecho delictivo cometido, humanidad en la ejecución de la sanción penal, respetando escrupulosamente los derechos del sentenciado no afectados por la condena y reeducación y reinserción social (como orientación constitucional previstos en el artículo 25.2 de la Carta Magna) de los sentenciados a penas y medidas privativas de libertad. De otra parte, la inclusión de reglas específicas para la ejecución de las penas a ciertos tipos de delincuentes como los terroristas, vulnera otra regla fundamental de las características de la pena en el Estado de derecho, que es la igualdad. Ante la comisión de un hecho gravísimo, como el asesinato, si se comprueba por el juzgador la presencia de todos y cada uno de los elementos del delito: tipo del injusto, culpabilidad y punibilidad, debe, inexorablemente, aplicarse la pena en igualdad de condiciones, sea terrorista o no lo sea quien cometa el abominable crimen, puesto que el acto es igualmente disvalioso.
Una reforma así permite la reinstauración de la legislación excepcional o de emergencia
Una reforma así permite la reinstauración de la legislación excepcional o de emergencia, recortando las garantías individuales que, por otra parte, son fundamento y límite del ordenamiento jurídico. Si éstas se abandonan, como afirma Berdugo, nos introducimos en una espiral diabólica que podría llegar a ocasionar la ruptura y el abandono de los modelos sociales hasta ahora vigentes. Además, los impulsores de la reforma olvidan algo fundamental en la política criminal: ante el incremento de la criminalidad, el endurecimiento de las penas no es, por sí, el argumento más racional y eficaz para disminuir la delincuencia, porque en un Estado social y democrático de derecho se debe aportar algo más, no sólo la imposición de la condena como mal o retribución por el delito cometido, sino, por un lado, el Estado debe ofrecer al delincuente medios y oportunidades para su inserción plena en la vida social cuando haya cometido delitos; y, por otro, más allá de la ejecución penal, intervenir en los desequilibrios sociales fomentando políticas de prevención de la delincuencia, potenciando la educación y posibilitando una mejor distribución de la renta y la riqueza entre los ciudadanos. La experiencia nos demuestra que éste es el mejor antídoto para disminuir la criminalidad y podemos aportar miles de ejemplos: países con penas de prisión superiores a las nuestras tienen también mayores índices de delincuencia, porque precisamente, la fractura económica y social es más acuciante. Algunos latinoamericanos, como El Salvador (prisión máxima de 75 años), Guatemala (de 50 años y pena de muerte), Chile y Argentina (cadena perpetua), Colombia (40 años) o Costa Rica (50 años, 35 en el proyecto de 1998) son sólo algunos ejemplos donde la penalidad es superior a la nuestra, pero también lo son los índices de delincuencia. Respecto de las penas, ya en 1975, en España, en las III Jornadas de profesores de Derecho Penal, la mayoría de la doctrina pensaba que ninguna pena de prisión debería sobrepasar los 20 años, así como la necesidad de abolir las penas privativas de libertad inferiores a un año, porque, respecto de las primeras se mantiene que todo encarcelamiento superior a esa duración destruye la personalidad (el Tribunal Europeo de Derechos Humanos establece que el encierro prolongado sin posibilidades de flexibilización supone un trato inhumano o degradante, que prohíbe el artículo 15 de la Constitución y el 3 del Convenio Europeo de Derechos Humanos); y respecto de las segundas, perjudican seriamente al condenado, sobre todo al delincuente primario que, lejos de reeducarse en la cárcel, puede iniciar la carrera del crimen.
Otra de las reformas regresivas es la sustitución de las penas de arresto de fin de semana (que por esencia son menos gravosas para la dignidad y derechos de la persona), por prisión nuevamente. El Código Penal vigente, de 1995, introdujo nuevas alternativas a la prisión al sustituir las penas cortas por arresto de fin de semana, trabajos en beneficio de la comunidad o multa. Ahora se pretende todo lo contrario. No se puede argumentar que los arrestos de fin de semana hayan sido una medida ineficaz y el supuesto fracaso no se deriva de la aplicación de estas penas, sino de la escasez de medios existentes para que los arrestos se cumplan con las garantías necesarias; responsabilidad también del Gobierno. Ni el infausto Código Penal de la dictadura, de 1944, preveía unas penas de cárcel tan severas. La duración máxima era de 30 años, de los que, en muchos casos, se cumplía menos de la mitad por la entonces vigente redención de penas por el trabajo; instrumento jurídico con una clara reminiscencia bélica que en un principio sirvió para reducir la condena de los delincuentes políticos en la posguerra, pero que luego se aplicó a todo tipo de condenados.
En definitiva, con estas reformas no sólo no se avanza hacia algo mejor que el Derecho Penal como medio de control social, sino tampoco hacia un Derecho Penal mejor que, en esencia, es el camino que debe emprender el sistema penal dentro de un Estado social y democrático de derecho.
Julio Fernández García es profesor asociado de Derecho Penal en la Universidad de Salamanca
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