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Reportaje:AMENAZA DE GUERRA | El debate diplomático

Diplomacia 'in nomine Domini'

El Vaticano ha rechazado la guerra en la mayoría de las crisis internacionales de los últimos tiempos

"Puede ocurrir que una aproximación o un encuentro práctico, tenido ayer como inoportuno o poco fecundo, lo sea en cambio hoy o pueda serlo mañana". Esta frase de la encíclica Pacem in Terris, escrita por Juan XXIII en 1963, ilustra el espíritu posibilista y paciente que ha animado tradicionalmente a la diplomacia vaticana. Basándose en el lema de que "no hay que confundir jamás el error con quien yerra", la Santa Sede no ha renunciado a intervenir en los conflictos del mundo, siempre como mediadora, aunque las posiciones hayan variado, desde el no a la guerra del Golfo de 1991, a la aceptación de la injerencia humanitaria en Bosnia-Herzegovina.

"El bien de la paz puede servir al bien de la humanidad. Una paz justa, ciertamente. No somos pacifistas, no queremos la paz a cualquier precio". Juan Pablo II se dirigía así a los fieles reunidos en la plaza de San Pedro, un mes después del ataque de la coalición aliada contra Irak, en enero de 1991. Palabras casi conciliadoras si se comparan con las que había pronunciado nada más estallar el conflicto. "Esta guerra es una derrota para el derecho internacional", dijo el Pontífice casi a quemarropa al día siguiente del primer bombardeo sobre Irak. Cuarenta y ocho horas antes de que en el cielo de Bagdad comenzaran a brillar los fogonazos de las bombas, Karol Wojtyla había hecho el último y fallido intento de mediación.

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La propuesta del Pontífice era la retirada de las tropas iraquíes de territorio kuwaití a cambio de que Naciones Unidas convocara de inmediato una conferencia de paz con el objetivo de dar una tierra al pueblo palestino. Una solución apoyada de inmediato por Francia, que no fue aceptada por la Casa Blanca, principal protector del Estado de Israel. El Papa se planteó incluso una visita a Bagdad para persuadir a Sadam Husein de la conveniencia de una retirada, pero el dictador se negó a recibirle.

Poco importaba que la guerra estuviera entonces avalada por una resolución de Naciones Unidas. La Compañía de Jesús, a través de su semanario Civiltà Católica, desautorizó a la organización internacional y la acusó de haberse "dejado arrastrar por la lógica de la guerra". Diversos religiosos consideraron públicamente que el pecado de Sadam -haber invadido territorio extranjero- no era muy diferente del cometido por Israel en Palestina. El Papa juzgó con no menos severidad el final de la guerra: "La victoria no ha resuelto nada", dijo, y en abril de 1992, hizo el primero de una larga serie de llamamientos contra el embargo decretado por Naciones Unidas.

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Su apasionada batalla por una paz justa no impidió a Wojtyla reclamar ese mismo año una intervención militar de Europa en Yugoslavia, "para desarmar al agresor". Eslovenia y Croacia habían proclamado su independencia un año antes y la Unión Europea no tardó en reconocerles como naciones soberanas. El Vaticano se sumó de inmediato a esta iniciativa que abriría después la caja de pandora en la federación, provocando una larga y feroz guerra civil. Apenas iniciado el conflicto, la Santa Sede invocó el "derecho-deber de la injerencia humanitaria en Bosnia-Herzegovina para desarmar a quien mata". Palabras nuevas en labios del Pontífice que había recuperado con indiscutible satisfacción dos territorios católicos de una federación peligrosamente atea. El nuevo nazismo, como lo calificó L'Osservatore Romano, lo encarnaban los serbios ortodoxos, agresores de musulmanes y croatas. El Vaticano basaba este duro juicio en las informaciones recibidas de la jerarquía católica croata, en esta ocasión en total sintonía con la Administración Bush y con la Unión Europea.

La guerra de Kosovo encontraría, en cambio, a la Santa Sede del otro lado. No a favor de Slovodan Milosevic, desde luego, pero sí en contra de los bombardeos sobre Belgrado, asumiendo una incómoda y solitaria posición internacional. La diplomacia de la Santa Sede reclamó la ayuda de Rusia y de Naciones Unidas para cerrar la herida abierta en el corazón de Europa. Pero la movilización no tuvo efectos, aunque permitió al Papa estrechar los lazos con las iglesias ortodoxas (todas proserbias), con la perspectiva, todavía no satisfecha, de un viaje a Moscú.

Al menos en una ocasión, la reciente guerra en Afganistán, el Vaticano se ha expresado con dos voces contrapuestas. Por un lado la del Papa, que condenó los atentados del 11-S, pero se pronunció por la paz, y por otro la de la jerarquía, que hizo esfuerzos desesperados por dar una cobertura moral a la guerra contra el terrorismo iniciada por los Estados Unidos sin alejarse demasiado de la posición de Juan Pablo II. Los reiterados llamamientos del Papa a la paz fueron ignorados por George W. Bush. Después de todo, el Pontífice había desoído también a la Casa Blanca cuando decidió establecer relaciones diplomáticas con la Libia de Muammar el Gadafi, en marzo de 1997. Los errores del dirigente libio eran evidentes para las potencias occidentales, pero la Santa Sede aplicó los criterios de Juan XXIII y supo recuperar al "que yerra".

Todos los conflictos llevan a Jerusalén

Detrás de la firme oposición del Vaticano a la guerra contra Irak subyace -consideraciones humanitarias aparte- el caso palestino. Tanto el Papa como los principales responsables de la diplomacia de la Santa Sede han ligado siempre la solución al problema que representa Sadam Husein en Oriente Próximo con la del viejo contencioso palestino-israelí. Tradicionalmente, la diplomacia vaticana ha apoyado la causa palestina, aunque el Papa ha intentado equilibrar este apoyo con constantes condenas al terrorismo de los extremistas palestinos. Uno de los motivos que justifican esta postura es Jerusalén, Ciudad Santa a la que el Vaticano es partidario de otorgar un estatus internacional, en total oposición a las pretensiones judías. La tensión con Israel ha sido siempre grande, hasta el punto de que las relaciones diplomáticas entre los dos Estados no se establecieron hasta 1994. Diversos cardenales de la Curia romana han acusado abiertamente a los medios de comunicación estadounidenses (en los que la influencia judía es grande) de haber manipulado el escándalo de los curas pederastas en EE UU que estalló hace un año, con el único objetivo de dañar la reputación de la Iglesia católica.

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