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Columna
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Guerra de elección

En un artículo publicado el pasado jueves en el Washington Post, David Ignatius afirmaba que la guerra contra Irak pertenece al tipo de guerra que los israelitas llaman "una guerra de elección", es decir, una guerra cuya justificación no es evidente, no se impone por sí misma, sino cuya necesidad tiene que ser demostrada.

Esto es lo que diferencia la situación en 2003 respecto de la de 1991. Entonces la necesidad, no de invadir Irak sino de obligar a Irak a retirarse de Kuwait, se imponía por sí misma. O Irak se retiraba por las buenas o se le obligaba a retirarse por las malas. No había ninguna otra opción. Ese era el contenido de la docena de resoluciones aprobadas por Naciones Unidas. La negativa de Irak de atender el requerimiento de Naciones Unidas fue lo que puso en marcha el dispositivo bélico liderado por Estados Unidos, pero en el que participaron 26 países de los seis continentes.

La unanimidad popular en contra de la guerra justifica la presencia de Chaves en la manifestación de Sevilla

En este caso, no se trata de que Irak se retire de ningún sitio, sino de invadir Irak. En 1991, si Irak se hubiera retirado de Kuwait, no hubiera habido guerra. En 2003, Estados Unidos parece dispuesto a invadir Irak, aunque Saddam Hussein abandonara el poder.

Nos encontramos, por tanto, ante una situación completamente distinta. La guerra contra Irak hoy no es una necesidad inexcusable, como entonces, sino que es una opción junto a otras, como tuvimos ocasión de comprobar el pasado viernes en el debate en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Desarme de Irak mediante la guerra o desarme mediante las inspecciones. Estos son los términos en que pueden resumirse las dos opciones que se hicieron valer en el Consejo de Seguridad. Y todos tuvimos la oportunidad de comprobar que los ministros de Asuntos Exteriores de los distintos países expresaron su preferencia por una u otra con diversos matices.

El que la guerra no sea una necesidad inexcusable sino una opción entre otras no quiere decir que deba ser excluida sin más. Puede tratarse de una opción razonable, que puede acabar siendo incluso la mejor de todas las posibles. Pero lo que sí exige una guerra de elección es que se demuestre el por qué dicha elección es preferible a cualquier otra.

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Quiere decirse, pues, que quien propone la guerra es quien tiene que correr con la carga de la prueba y no a la inversa. Son los señores Bush, Blair, Berlusconi y Aznar quienes tienen que demostrar, si no más allá de toda duda razonable, sí de manera suficientemente convincente, que la guerra contra Irak es la menos mala de todas las opciones que están a disposición de la comunidad internacional.

Este es el punto débil hasta el momento de quienes defienden la opción de la guerra. No sólo no se han aportado pruebas, sino que las que se han aportado han sido contradichas de manera convincente. Es lo que ha ocurrido con las que aportó Colin Powell sobre laboratorios químicos ambulantes o sobre la conexión de Irak con Al Quaeda, desbaratadas por el jefe de inspectores, Hans Blix. O con la aportada por José María Aznar en su comparecencia del miércoles 5 de febrero acerca de los terroristas detenidos en Barcelona en posesión de sustancias químicas con las que podían haber cometido atentados terroristas de envergadura extraordinaria, desmentida al parecer por la instrucción judicial.

Justamente por eso, porque no se ha demostrado nada hasta la fecha por quien tiene que demostrarlo, es por lo que la oposición a la guerra no hace nada más que crecer, como han puesto de manifiesto todos los estudios de opinión publicados en las últimas semanas y como tuvimos ocasión de comprobar ayer en las manifestaciones celebradas en todas las capitales de provincia andaluzas. Y en más sitios, por supuesto.

Tengo la impresión de que la oposición de la opinión pública no va a ir a menos, sino a más. Si todo lo que el presidente del Gobierno tiene que decir para justificar la guerra es que creamos en su palabra y en que nos está diciendo la verdad, como hizo el pasado jueves en Antena 3, me temo que no va a convencer a nadie. Pedir actos de fe a estas alturas del guión y en un asunto tan grave como ir o no a la guerra, es pedir un imposible.

Las manifestaciones de ayer fueron una buena prueba de la escasa capacidad persuasiva de las palabras del presidente del Gobierno el jueves pasado. Se está alcanzando la práctica unanimidad en la opinión pública contra la opción pro bélica del Gobierno Aznar.

Esta unanimidad práctica, además de la naturaleza del problema con el que tenemos que enfrentarnos, es lo que explica, por un lado, y justifica, por otro, que las manifestaciones de ayer estuvieran encabezadas por presidentes de comunidades autónomas, como ocurrió en Cataluña y Andalucía, o por alcaldes de capitales de provincia y de otros municipios, como ocurrió en muchos sitios.

La participación de las autoridades no puede ser descalificada como una manifestación de "oportunismo", como hizo el viernes pasado Teófila Martínez. Ante una alternativa tan dramática como ir o no a una guerra de elección, sería incomprensible que las autoridades que no comparten dicha elección no acompañaran a los ciudadanos a los que representan. No es que sea su derecho como ciudadanos, sino que es su obligación como gobernantes estar al frente de manifestaciones como las celebradas ayer. Así lo entenderán, sin duda, los ciudadanos. Y así lo debería entender el Gobierno, si todavía le queda un poco de margen de maniobra y puede rectificar. De lo contrario, su soledad va a ser cada día más espantosa. Más todavía en Andalucía. Tal vez sería al presidente del Gobierno al que debería dirigirse la presidenta del PP en Andalucía.

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