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Columna
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Virtudes menores

El asesinato de Joseba Pagazaurtundua ha vuelto a poner en evidencia el terrible foso que va separando al nacionalismo democrático de los sectores constitucionalistas. Al margen de la familia, cuyo dolor en esos difíciles momentos debe respetarse, como deben respetarse todas y cada una de sus declaraciones, los partidos políticos y sus representantes no han dado precisamente una lección de serenidad. Lo que no puede exigirse a una familia destrozada sí puede exigírseles a los políticos, y da la impresión de que, una vez más, nadie ha estado a la altura de las circunstancias.

Establecer una directa responsabilidad del Gobierno vasco ante cada nuevo crimen de ETA entra lisa y llanamente en el terreno de la calumnia. Ni siquiera la ligereza con que se utiliza el lenguaje en la política vasca permite generar una sombra de duda ante acciones delictivas cuya definición viene establecida en el Código Penal. En la gestación de un delito pueden concurrir múltiples personas en virtud de la autoría, el encubrimiento, la complicidad o la inducción. Por eso, cuando se dice que el lehendakari es "responsable" de un delito, conviene saber cuál de esas figuras se le quiere adjudicar. No hacerlo así es, de nuevo, hacer del lenguaje una herramienta más en la vertiginosa descomposición de nuestra convivencia colectiva.

Pero al mismo tiempo resulta criticable la tremenda frialdad con que el nacionalismo democrático ha acogido este nuevo asesinato. Incluso en medio de tantas declaraciones críticas, apasionadas o meramente insultantes, le es exigible al nacionalismo un mínimo de entereza ética y política, una inequívoca solidaridad con los asesinados, con sus familias y con sus compañeros de ideología o de partido.

Son injustificables las explicaciones aducidas para no participar en la frustrada moción de censura contra el alcalde de Andoain. Son injustificables las razones por las que el alcalde de Getxo se negaba a condenar el atentado, con la peregrina excusa de que el suceso trascendía el término de su municipio. Son injustificables, por último, las invectivas de Arzalluz en contra de ¡Basta ya!, aduciendo que esta asociación es el reverso de la radicalidad etarra. Sinceramente, preferiría muy mucho estar en el punto de mira de ¡Basta ya!, con cuyas ideas no comulgo, y recibir un libelo periodístico, que estar en el punto de mira de ETA y recibir una bala en la nuca. Es insultante tener que repetir siquiera semejante obviedad. Que Arzalluz pretenda difuminar estos matices, nada insignificantes, supone un insulto a la inteligencia no sólo de sus opositores, sino incluso de sus propios votantes.

A menudo se maneja la idea de que el nacionalismo democrático, con su incomprensible contención dialéctica y política hacia Batasuna, pretende a medio plazo absorber, en próximas convocatorias electorales, una buena parte de su voto. Y el objetivo es legítimo, además de conveniente, si ello supone apartar de la violencia a una porción significativa del cuerpo electoral que la sostiene. Pero el nacionalismo democrático debería al mismo tiempo cuidar el otro extremo de su base electoral, donde ya son muchos los abertzales asqueados, desanimados, que no comprenden tanta modosa condena frente a los asesinos y tanta desquiciada rebelión frente a las críticas, mejor o peor fundadas, de otros sectores democráticos.

La ideología nacionalista que defendieron Irujo o José Antonio Aguirre se sustentaba en un humanismo de inspiración cristiana que hacía causa común con los débiles, con los humillados; una ideología que nunca estuvo dispuesta a condicionar o subordinar los derechos de las personas. Ahora esa histórica herencia corre un serio peligro. Los alambicados razonamientos del presidente del EBB, iracundo al comentar las declaraciones de Zapatero, pero jamás tan iracundo al manifestarse en contra de ETA, no tendrían lugar en la honorable historia de su propio partido. Alguien debería tener el valor de decírselo, ahí dentro, entre sus filas, desde una militancia donde hace mucho tiempo sólo reluce una virtud menor: la disciplina. O quizás algo más triste: la discreción de quien no quiere arriesgar alguna prebenda personal.

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