El consenso de 'Esperanza', esperanza del lince ibérico
El autor defiende la necesidad de aunar todos los esfuerzos y evitar las dificultades para salvar al felino que padece el mayor riesgo de extinción del planeta.
A primeras horas de la tarde del 26 de marzo de 2001, un grupo de naturalistas comandado por Francisco Palomares, director del proyecto de investigación, visitábamos como parte de nuestro trabajo varios árboles huecos del Parque Nacional de Doñana. Al menos uno de ellos tenía historia, pues en ocasiones anteriores había parido allí una hembra de lince ibérico a la que llamábamos Gloria. Con el corazón desbocado por una emoción siempre renovada, aunque lleváramos ya muchos años repitiendo la búsqueda y hubiéramos encontrado y marcado con microchips a numerosos cachorros, descubrimos en el interior de la vieja trueca de Gloria, entonces perteneciente ya a una de sus hijas, cuatro pequeñísimas y moteadas bolitas de lana. Pero también percibimos un cambio respecto a todos los hallazgos anteriores: esta vez uno de los cachorros estaba muerto y otro, yerto y muy delgado, parecía deshidratado y a punto de morir.
"La situación es tan delicada que nadie por sí solo va a conseguir remediarla"
La observación nos desconcertó y nos movió a alejarnos con rapidez más de un kilómetro, antes de comenzar a discutir enérgicamente entre nosotros. ¿Qué debíamos hacer? Sabíamos a ciencia cierta que, hiciéramos lo que hiciéramos, nos metíamos en un lío. Nuestro trabajo terminaba en la localización y marcaje de los pequeños linces, pero ¿acaso no debíamos intentar salvar al moribundo de su, quizás natural pero en todo caso muy negro, destino? ¿Podíamos aventurarnos a recogerlo sin más, aunque no tuviéramos autorización para ello? ¿Adónde deberíamos llevarlo? ¿Acabaríamos denunciados y ante el juez, pese a nuestra buena intención, como ya había ocurrido en algún otro caso? Decidimos trasladar la patata caliente a quienes tenían responsabilidad en el asunto, y así se lo hicimos saber por teléfono a Fernando Hiraldo, director de nuestro centro de investigación, la Estación Biológica de Doñana del Consejo Superior de Investigaciones Científicas.
En unos minutos, Fernando contactó con la Consejería de Medio Ambiente de la Junta de Andalucía, con el director del Parque Nacional y con el Ministerio de Medio Ambiente. Transcurrieron un par de horas frenéticas, en las que todos hablaron con todos mientras nosotros nos comíamos las uñas charlando a media voz, encerrados en un Land-Rover detenido en mitad de ninguna parte. Entonces nos llegó, directamente de José Guirado, director general de la Consejería de Medio Ambiente andaluza, una orden clara y terminante: "He hablado con Inés González Doncel, directora general del ministerio, y hemos llegado al acuerdo de que recojáis al cachorrito; Manuel Barcells, director del Zoo de Jerez, contactará con vosotros para deciros lo que tenéis que hacer". Instantes después me telefoneó Alberto Ruiz de Larramendi, director del Parque Nacional, para poner sus medios a nuestra disposición para la recogida del ejemplar y su eventual traslado a Jerez.
Los breves minutos que pasaron hasta la llamada de Manolo Barcells fueron tensos. Teníamos la sensación de que, una vez decidido qué hacer, estábamos perdiendo el tiempo de brazos cruzados, mientras el pequeño lince se acercaba inexorablemente a su fin. Mis nerviosos compañeros me censuraban: "¿Pero no se te ha ocurrido pedir el teléfono del zoo para llamar nosotros? ¡Pues vaya!". Pero la llamada llegó, al fin, y el experto y también nervioso Manolo nos pidió que colocáramos al pequeño lince en una caja, sobre un par de botellas con agua caliente cubiertas por una toalla seca. Debíamos llevarlo cuanto antes a Sevilla, donde él mismo lo recogería. Asimismo, convenía recoger el cadáver del cuarto cachorro, que habíamos dejado en el hueco del árbol. Con prisas, pedimos a unos amigos de la aldea de El Rocío que prepararan todos los materiales, recogimos al mi-núsculo lince y Gema Ruiz lo transportó desde su cubil natal hasta el poblado arrebujado entre su camisa y el cuerpo.
El viaje desde El Rocío a Sevilla fue tan angustioso como emotivo. Yo conducía un utilitario a una velocidad muy superior a la aconsejada por la prudencia. A mi lado, Javitxu Calzada mantenía sobre las piernas la caja con el lince, levantando la tapa a intervalos cada vez más breves para comprobar que el animalito seguía vivo. En otro vehículo mucho más potente, detrás, Antonio Sabater y Paco Palomares se pegaban a nosotros y nos enviaban ráfagas con lo faros, invitándonos a correr todavía más. Teníamos la sensación de que hacíamos algo importante y el convencimiento de que podía salirnos mal, a saber con qué consecuencias. Cuando entregamos nuestra preciada carga a Barcells, en una gasolinera a las afueras de Sevilla, descansamos... en parte. Toda esa noche me fue muy difícil dormir, dándole vueltas a cómo se encontraría el cachorro, del modo en que suele ocurrirnos cuando un ser querido pasa la noche en la UCI tras salir de una operación delicada. En los días siguientes supimos que el pequeño lince tomaba su biberón, ganaba peso y estaba fuera de peligro. La necropsia demostró, por su parte, que el hermano muerto jamás había llegado a mamar, lo que probablemente había sido también el caso del que habíamos rescatado. Salvar a aquel lince y la forma en que ocurrió, con toda su incertidumbre y su tensión, ha sido una de las mayores alegrías en mi vida profesional. Después supe que al cachorro se le había llamado IEsperanza, mas desde aquella noche de marzo de 2001 no he tenido ocasión de volverlo a ver.
La historia de Esperanza, que he contado con tanto detalle, puede parecer una anécdota relativamente menor, pero tiene un trasfondo importante en el marco de la conservación del lince ibérico, el felino más amenazado del mundo. Representa un claro ejemplo de una actuación consensuada entre varias administraciones de distinto signo político y con final feliz, lo que no es habitual cuando de linces se trata. Además, abrió la puerta a la posibilidad de recoger otros cachorros en el futuro para criarlos en cautividad. Sin embargo, alguien se empeña en transformar el rescate de Esperanza en un muestrario de desacuerdos. Apenas transcurridas 15 horas de la recogida del animal en el campo, el sargento Carmelo, del Seprona, se personó en la sede de la Reserva de Doñana porque había recibido una llamada anónima denunciando que biólogos de la Estación Biológica se habían llevado ilegalmente dos linces del parque. A Gema le fue a buscar la Guardia Civil incluso a su casa de Matalascañas. ¿Quién, de entre los pocos que sabían lo que había ocurrido, tenía interés en envenenar una situación que había sido difícil, pero formalmente modélica? ¿Por qué año y medio después se sigue asegurando que fui yo quien decidió unilateralmente recoger al lince y llevarlo a Jerez, tan sólo por no dejarlo en las instalaciones del Parque Nacional (así se mencionó en un reportaje de El País Semanal de 22 de julio de 2001 y, pese a mi desmentido, se repite de nuevo por dos veces en otro publicado en el mismo medio el 22 de diciembre de 2002)? ¿Acaso hay alguien que prefiere echar leña al fuego alimentando potenciales rencillas, incluso cuando faltan motivos para ello? ¿Pensará, sea quien sea, que a los linces, o quizás a él mismo, les va mejor la pesca en río revuelto que el trabajo en aguas pausadas?
Deben quedar entre 200 y 300 linces ibéricos en el mundo, lo que ha convertido a la especie en el único felino del mundo considerado internacionalmente "en riesgo crítico de extinción". España y los españoles no podemos permitirnos perderlos. Pero hora es ya de saber que la situación es tan delicada que nadie por sí solo va a conseguir remediarla. Ni ministerios ni consejerías, ni biólogos ni técnicos, ni cazadores ni ecologistas, ni veterinarios ni periodistas... O lo hacemos entre todos o no lo haremos. Por eso la esperanza de los linces está en recuperar ese consenso que hubo en el caso del lince Esperanza. Tampoco fue tan difícil. Ahora bien, es imprescindible que quienes, a menudo sin dar la cara, se ocupan de poner piedras en el camino de los acuerdos, magnificando los problemas cuando no inventándolos, cambien de actitud o, cuando menos, se callen.
Miguel Delibes de Castro es profesor de Investigación del CSIC en la Estación Biológica de Doñana.
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