A orillas de la felicidad
La fama le llega a Lawrence Durrell a partir de 1957, cuando publica Justine, el primer volumen de su aclamado y celebrado Cuarteto de Alejandría. Precisamente en Alejandría, siendo aún un incipiente autor y un diplomático al servicio de una Inglaterra por la que nunca sintió especial afecto, está fechado el epílogo de La celda de Próspero y ese epílogo cae sobre el libro como cayó la Segunda Guerra Mundial sobre él y sus amigos de Corfú, obligados a la dispersión, dispersadas igualmente sus sensaciones y emociones, la vida ritmada con la naturaleza, la plenitud finalmente amputada. La última anotación de este diario está fechada el día de año nuevo de 1941; en abril de ese mismo año los alemanes entraban en Atenas.
LA CELDA DE PRÓSPERO
Lawrence Durrell Traducción de Juanjo Estrella Ediciones B. Barcelona, 2003 208 páginas. 16,95 euros
Durrell ha escrito siempre sobre el Mediterráneo y muy en especial sobre Grecia. Aparte de obras como El coloso de Marusi o Cefalú, la que se considera su -llamémosla así- trilogía sobre las islas griegas está formada por La celda de Próspero (fechada en 1936- 1937), dedicada a Corfú; Una venus marina (1945-1946), dedicada a Rodas, y Limones amargos (1952-1956), dedicada a Chipre. Todo este entrenamiento griego es el que finalmente va a dar en el Cuarteto de Alejandría. Y todo este entrenamiento es un ciclo literario ciertamente sensual, tan placentero y digno como el de un epicúreo, sencillo, incluso austero, y de un tono elegiaco. Y de entre todos estos libros, quizá La celda de Próspero sea el más bello y ajustado a la felicidad.
Al principio del libro, Durrell
dice: "Otros países tal vez te permiten descubrir sus costumbres, sus tradiciones, su paisaje; Grecia te ofrece algo más duro: el descubrimiento de ti mismo". Este libro ni es duro ni le descubre a sí mismo, aunque sí a la imagen que tiene de sí mismo porque si hay algo evidente es que Durrell se gusta escribiendo. Ésa es una declaración forzada y heroica que se compadece mal con la naturaleza esencialista del libro. Lo verdaderamente hermoso, arrebatador también, del libro, es la relación de la mirada de Durrell con su propia satisfacción, el extraño encuentro entre realidad y deseo con que su prosa construye el mundo de Corfú. Porque lo que aquí encontramos es una visión casi idílica de un lugar fuera del tiempo (sólo la aparición de un pintor alemán y una apreciación del Conde D. hacen referencia al mundo exterior y siempre presagiando la guerra que se avecina), un sueño real que parece ficticio, una añoranza del paraíso que se resuelve en la creación de este Corfú netamente durrelliano por más que se apoye en imágenes vistas y vividas. Y no quiero decir con esto que Durrell falsee la realidad; en modo alguno: lo que hace es trascenderla, del mismo modo que establece su relación con los dioses grandes y pequeños, los dioses superiores de Grecia y los dioses familiares de la naturaleza isleña. La añoranza -publicó este libro en 1945, cuatro años después de abandonar la isla- se convierte en un ingrediente fundamental de la belleza.
Porque el libro es realmente bello y está atravesado además por un delicado sentido del humor que resalta aún más esa belleza; está tocado por un amor a la vida lenta y paciente casi mágico, y establece una relación armónica entre melancolía y alegría tan notable que hasta las reflexiones poseen sensualidad. La descripción, por ejemplo, de la figura, virtudes y celebraciones de san Espiridón, patrono de la isla, es un relato alegre y festivo, pero la larga charla del Conde D. acerca de la esencia de lo griego en una noche de luna no es menos fresca y atrayente para el lector.
Quizá el secreto último de
este libro se encuentre en estas palabras de ese personaje admirable que es el Conde D. -un noble en el que se reúnen la fantasía griega, la sabiduría del culto y el gusto por la vida retirada-: "Dios mío, ¿quién soy yo para dar lecciones de moral? Vivo aquí tranquilamente, sin hijos, del dinero que ganó mi abuelo. Sería inútil que intentara justificarme ante un economista diciéndole que me dedico a ejercitar mi sensibilidad amando mucho y sufriendo mucho en medio de esta quietud. ¿No creen?". El Corfú de Durrell probablemente ha desaparecido, lo mismo que el Conde D., personaje real como otros que habitan en este libro-isla, pero Durrell tuvo la virtud de crear este paraíso y ofrecerlo a los lectores como una soñada lección de vida. Al término del libro, sin embargo, recordé la más hermosa, intensa y concisa descripción que se ha hecho de lo mediterráneo, dos versos inmortales de Rubén Darío: "Siento en roca, aceite y vino / yo mi antigüedad". La celda de Próspero ronda por estos versos.
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