_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Regalos amorosos

Dentro de poco es el Día de San Valentín, aunque papá y mamá ya no se regalan nada. Papá me contó una vez que, siendo novios, le mandó a mamá una docena de rosas rojas al trabajo el 14 de febrero. Entonces mamá se puso furiosa, le dijo que cómo se le ocurría mandarle rosas el Día de San Valentín, que le parecía una absoluta chorrada, que había pasado mucha vergüenza en el trabajo, y papá le aseguró, casi con lágrimas en los ojos, que no entendía nada, y que a veces no sabía cómo acertar. En fin, cosas de mayores.

Yo, aunque todavía soy un poco pequeño, ya tengo novia. Nunca nos hemos regalado nada el 14 de febrero, quizás porque sólo hay un 14 de febrero al año y nos conocemos desde hace una semana y media. Pero este 14 de febrero tengo varias ideas sobre lo que le puedo regalar. Lo primero que pensé fue en abrir la hucha de lata en la que guardo todos mis ahorros. Lo malo es que cuando la abrí, ¡zas!, encontré unas pocas pesetas plateadas por las que no te dan nada hasta dentro de por lo menos cien años. Me di cuenta de que ni trabajando en una fábrica de zapatillas deportivas en Tailandia conseguiría el dinero necesario para comprar un regalo, así que pensé en el abrigo de astracán que hacía tiempo que mamá no usaba, pero cuando se lo dije a ella se rió mucho y me mandó a jugar.

Miré en mis cajones a ver si tenía otras cosas que sirvieran y encontré lo siguiente: un huevo podrido que guardaba para arrojarlo por el balcón, una colección de cucarachas muertas, una bolsa de caracolillos vacíos, dos petardos sin explotar, y un puro habano medio roto que le cogí prestado a papá. La verdad es que no era gran cosa. Estuve pensando en hacerle un collar de caracolillos, y de paso fumarme el puro, pero el fallo estaba precisamente en los caracolillos, a nadie le haría ilusión ponerse un collar de caracolillos, sobre todo si no podía comérselos. ¡Si por lo menos los caracolillos estuviesen llenos!

Hoy, después de pensar un rato, he encontrado algo que regalarle. Como ahora le estoy enseñando a papá a utilizar Internet, una tarde que él no esté le regalaré a mi novia un ataque informático al Pentágono. ¡Será divertidísimo! Apuntaremos los misiles de Israel hacia Washington, y los de China hacia Rusia, y los de Francia hacia... En fin, ya se nos ocurrirá. La liaremos gorda, como los de la película, y nos haremos famosos. Saldremos en la tele como los de Operación Triunfo y Gran Hermano y Un paso adelante. ¡Todos los líderes políticos tendrán que pedirnos sopitas! Seguro que lo primero que hacen es preguntarnos qué queremos. Y entonces yo les diré: "Mil millones de dólares y una docena de rosas rojas". Pero claro, igual mi novia es como mamá, y no le molan las rosas.

No sé por qué, cuando intentas hacer el mejor regalo del mundo, te pones nervioso. No es una sensación agradable. Comprendes que a tu novia no le gustaría el huevo podrido, y quizás tampoco la colección de cucarachas muertas, aunque haya hasta de las gordas. Tal vez papá tenga razón, y a veces uno no sepa cómo acertar.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_