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El can francés

Los gobernantes de todos los tiempos han tenido que tomar decisiones desconociendo a priori las consecuencias derivadas de cada una de las acciones posibles. ¿Debe presentarse batalla a un enemigo del que se ignora el tamaño, el armamento y la pericia de su ejército? Y suponiendo que haya equilibrio de fuerzas, ¿cómo predecir la ocurrencia o no de fenómenos atmosféricos cuya influencia podría ser decisiva? De ahí las consultas a pitonisas, astrólogos y augures y, por si acaso, los sacrificios y oraciones a dioses y santos. Esta metodología en la toma de decisiones, basada en el pensamiento mágico, perdió peso paulatinamente con el advenimiento de la ciencia moderna, en el siglo XVII (de la mano, paradójicamente, de científicos que -como Galileo y Kepler- pudieron trabajar gracias a la astrología). Actualmente, a pesar de que los medios de comunicación y las librerías destinan el mismo espacio al esoterismo que al conjunto de las ciencias, ningún gobernante admitiría basar sus decisiones en supersticiones (aunque algún López Rega se pasee entre bambalinas).

¿Cómo hubiese debido actuar el Ministerio de Fomento en el caso del Prestige? De acuerdo con la metodología científica que se utiliza desde hace más de 50 años en situaciones similares, producida la emergencia, tendría que haberse convocado urgentemente la comisión de expertos prevista en un protocolo ad hoc, siendo su primera tarea la enumeración de las acciones técnicamente viables: trasvase del fuel in situ, ídem en puertos y rías susceptibles de acoger al petrolero (como el puerto de La Coruña y la ría de Ares), playas donde embarrancar el buque minimizando los daños y, finalmente, un conjunto de posibles rumbos hacia alta mar. Para cada una de estas acciones alternativas, los especialistas en ciencias del mar, biología, ciencias ambientales, economías sectoriales, etc..., deberían haber evaluado las consecuencias económicas y ecológicas del hundimiento y de la extracción -total o parcial- del combustible, y los marinos e ingenieros navales deberían haber estimado las probabilidades de aquellos sucesos mediante algún método heurístico. La información así reunida se hubiese presentado en forma de loterías, una por cada acción viable, capaces de repartir millonarios premios negativos (en caso de hundimiento, mil millones de euros para limpieza y cuatro veces más como indemnización por los daños inducidos), cada premio acompañado por su correspondiente probabilidad estimada, consistiendo la decisión en la elección de la lotería menos mala. Evidentemente, todas las loterías hubiesen asignado probabilidad positiva al hundimiento -aunque muy pequeña cuando la acción requiriese navegación de cabotaje-, de tal manera que la decisión política hubiese sido irreprochable si hubiese sido transparente el proceso: protocolo, composición del comité de expertos, lista de consultores y loterías preseleccionadas.

Pues bien, nada de esto se hizo. Al parecer, el ministro de Fomento, antes de irse a la famosa cacería de fin de semana, tomó su decisión tras hablar telefónicamente, por separado, con cinco subordinados, dos de ellos capitanes marítimos de puertos gallegos y, por lo tanto, escasamente objetivos (¿cómo iban a reclamar el envío del Prestige al puerto que administran?). Ningún científico fue consultado antes del hundimiento, lo que ha provocado la lógica protesta de 420 especialistas españoles en un artículo publicado recientemente en la revista Science. Así se explica que el ministro de Fomento eligiera la peor decisión concebible, poner rumbo a la fosa atlántica, pues el estado del buque hacía muy alta la probabilidad del hundimiento tras una semana de navegación en pleno temporal, la profundidad del pecio (3.500 metros) iba a obstaculizar, e incluso impedir, la recuperación del fuel, el cual acabaría ascendiendo dado que la congelación de una masa tan grande, de ocurrir, iba a ser muy lenta y, lo que es peor: la congelación aumentaría la viscosidad del fuel, pero no su densidad (¿acaso se hunde el hielo en el agua?). Por si esto fuera poco, tanto los científicos como los marinos de la zona sabían que la mencionada fosa es lugar de paso de una corriente marina que, en invierno, contornea la costa atlántica gallega y toda la cornisa cantábrica hasta desembocar en las Landas francesas, optimizando la diseminación del chapapote.

No se trata, por lo tanto, de una desgracia de origen natural, como se ha pretendido, sino de una pésima decisión tomada sin consultar suficientemente (salvo que el ministro escrutase las entrañas de las aves cazadas aquel nefasto fin de semana), con resultados gravísimos para la economía española, pues los cinco mil millones de euros que vamos a desembolsar (si el Apóstol Santiago no lo evita con el milagro que Fraga implora a diario, con escaso éxito hasta ahora) tienen un enorme coste de oportunidad para el resto de comunidades. Asombra que tamaño disparate no haya provocado una dimisión o cese, al margen de la del diputado socialista de la Comunidad de Madrid que se permitió bromear sobre la tragedia. E irritan la campaña (des)informativa de los medios de comunicación de titularidad pública y afectos al régimen, que minimizan el alcance de la catástrofe a base de negar la evidencia o utilizar eufemismos (hilillos, irisaciones y lentejas), la catarata de iniciativas legislativas orientadas a desviar la atención y los insultos proferidos por el mismo presidente del gobierno, según el cual, quienes afirman (como el secretario de estado francés de Transporte y del Mar) que la decisión de alejar el Prestige fue un error evitable son "resentidos que ladran su rencor por las esquinas". Por si la guerra de Irak no fuese suficiente señuelo informativo, podríamos sugerir a Bush la inclusión de Francia en el eje del mal.

Miguel Ángel Goberna. Departamento de Estadística e Investigación Operativa de la Universidad de Alicante.

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