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Columna
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Ir al cine

A mediados del siglo pasado, nadie encarga las entradas del cine a través de un teléfono (902) que no acepta voces diferentes a las de ritual. En esa época, tan rara y lejana que parece de un cuento gótico, las localidades se solicitan en el edificio donde se proyecta la película a una taquillera apostada detrás de una ventana que entiende sin dificultad la pretensión del demandante: "En la última fila y laterales"; o, si la sesión no es numerada: "deme dos", y ya nos colocaremos dónde la linterna del acomodador no nos moleste.

En esa época del antiguo régimen, el mundo del cine da gusto y el que tienes a la vista da asco. En las salas de barrio, el programa consta de dos películas, lo que equivale, en esos años de necesidad, a repetir comida. Los días festivos, el aforo se llena pronto, y aunque debiera renovarse cada tres horas, pues eso dura la sesión, los espectadores se eternizan en la butaca -algunos, hasta que el local cierra, a medianoche-. El acomodador no puede expulsarlos de la sala ni la taquillera despachar localidades mientras no las desocupen los reincidentes, con lo que una larga fila de aspirantes, que recorre la calle del cine y dobla la manzana, aguarda al aire libre la posibilidad de participar del beneficio cinematográfico. En ese anhelo discurre la tarde festiva de las madrileñas parejas pobres, y sólo cuando ya no es posible ver completo el programa, se retiran. Poco después saldrán del cine los que les han impedido entrar.

El programa cambia cada semana, con lo que al domingo siguiente las parejas vuelven a estacionarse junto al cine Metropolitano, cerca de la glorieta de Cuatro Caminos, o junto al Becerra o el Universal Cinema, situados en la plaza que antes se llamó de la Alegría. O van al Alcántara, al Cartagena, al Sainz de Baranda, al Peñalver, al Oráa, o al Alcalá, en las calles de igual nombre. O al Colón o el Príncipe Alfonso, en la calle de Génova, o al Bulevar, en la de Alberto Aguilera, o al Palacio del Cine, junto al Círculo de Bellas Artes. Pero si tienen la suerte de acceder a uno de estos locales -o quizá al Felipe II, frente al Palacio de los Deportes-, estarán más atentos a su acompañante que a la pantalla, aunque ella, para disimular delante del portero de la entrada, diga a la salida que la película le gustó "regulín", ya que no es de amor.

Y es que en ese tiempo, la película de amor que fabrican los actores en los estudios de Chamartín de la Rosa, y se estrena en los locales caros de la Gran Vía y se reestrena en los baratos de programa doble, importa menos que el amor que ofrecen las salas: ¡Ah, esos palcos del cine Bilbao, en la calle de Fuencarral, esos enjuagues del antiguo Doré, en la zona de Antón Martín, y esa leyenda del Carretas, junto a la Puerta del Sol! Ese aliciente turbio que poseen los cines mantiene a las gentes durante una tarde entera de domingo, haga frío, calor, llueva o nieve, en la esperanza de introducirse en el paraíso de la oscuridad iluminada. Y, si logran su aspiración, apenas repararán en la cinta que se difunde, pues no han ido con la intención de verla y muchos no saben su título ni el nombre de sus intérpretes, cuyos rostros de acusado realismo figuran en los cartelones de la fachada.

En aquel tiempo, el cine es un pretexto para el amor: agarrados a la cintura de su novia como si bailaran al son de Bonet de San Pedro, los de la cola se entretienen con los torraos, cacahuetes y pipas que vende un rústico. Pasa también ante ellos la bandeja de caramelos, patatas fritas, chocolatinas, chicle americano y bombón helado que pregona el botones de uniforme. Y al atardecer del domingo, cuando los aspirantes llevan horas de aguante y aún confían en entrar en el cine, llegan los operarios con los carteles y las fotografías del programa de la próxima semana que sustituirá al vigente, y a la vista de los defraudados se produce el relevo.

Como aves precursoras de primavera -que cantó Sara Montiel-, en la cartelera renovada asoma de vez en cuando el rostro de José Isbert o la tensa figura de Aurora Bautista. Un día, en el cine Pompeya de la Gran Vía, se estrena Nueve cartas a Berta; otro, en el cine Palace, frente a las Cortes, El verdugo. También ha traspasado la frontera, se dice, la obra de Luis Buñuel... El penitente de la cola se inquieta: ¿Habrá que ir al cine a ver películas? El joven cine español asomará tímidamente a las salas que vayan a crearse. No a las mencionadas aquí, que ya son historia.

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