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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Un hombre tranquilo

Fernando Savater

¿Qué motivos podemos tener para leer la autobiografía de otra persona, mientras aún estamos ocupados en devanar la nuestra? El amante de este género literario nunca carece de coartadas. Ciertas memorias nos atraen por el protagonismo histórico del personaje o por lo insólito de sus experiencias; también cuentan lo admirable de sus logros en cualquier campo -"¿cómo se las arregló para...?"- o su visión testimonial de una época que queremos conocer mejor. En todos estos casos, es la peculiaridad vital del narrador quien justifica el interés por su relato. Otras veces, sin embargo, el protagonista no importa tanto por lo que ha vivido sino por cómo cuenta lo que vivió. Nos atraen más las reflexiones que le ha suscitado su vida que los incidentes que ha vivido, en sí mismos intercambiables con muchos otros. Por ejemplo, aunque Chateaubriand no fue precisamente un cualquiera, sus Memorias de ultratumba deslumbran más como ejercicio de estilo reflexivo sobre el paso del tiempo que por las peripecias personales e históricas que narra en ellas.

PERSONAS Y LUGARES

George Santayana Traducción de Pedro García Martín Trotta. Madrid, 2002 593 paginas. 28 euros

Y aún es más válido este criterio aplicado a la autobiografía de Santayana, un personaje de intelectual voluntariamente menor y desapegado de lo pintoresco o de lo monumental, observador del mundo y de sí mismo desde un talante plácido hasta lo enigmático, casi hasta la desesperación. Personas y lugares -que reúne en un solo volumen sus tres libros de memorias, ofrecidas ahora al lector de nuestra lengua en una edición bien cuidada y anotada- constituye, a mi juicio, la obra más destacada de su género escrita por un español en el siglo XX (quizá junto a Vida en claro, de José Moreno Villa). Eso sí, escrita por un español... en inglés.

La personalidad de George

Santayana (o Jorge Ruiz de Santayana, como figuraba su nombre en su pasaporte y ahora en la lápida de su tumba romana) no ha logrado abrirse paso suficientemente en el aprecio de sus compatriotas. Aquí valoramos más a los personajes extravagantes o estrafalarios que a los meramente originales; aceptamos de buen grado al inequívocamente distinto, siempre que se someta más o menos al perfil del energúmeno, lo que permite reconocerle satisfactoriamente como "muy español". Nacido en Madrid, criado en Ávila y Boston, madurado en Inglaterra, Alemania y Francia, feliz en Venecia, anciano en Roma (donde murió y está enterrado), poeta y filósofo en lengua inglesa que nunca renunció a su nacionalidad española, Santayana es un espíritu profundamente original pero nada estrafalario y vocacionalmente anti-energuménico. No padeció el destierro, lo que le hubiera servido de timbre de gloria sobre todo si fuese por razones políticas, sino que lo eligió con un resignado deleite casi perverso. Quizá fue a su modo un aventurero pero optó -como diría Borges- por "las secretas aventuras del orden". De modo que nunca terminará del todo por ser "de los nuestros"... salvo para un puñado de adictos que le consideramos como la contrafigura más notable de la generación del 98, a la que cronológicamente pertenecía aunque vivida al otro lado del Atlántico.

Quienes deseen adentrarse en su pensamiento pueden acudir a algunas de sus obras reeditadas por Tecnos, como Tres poetas filósofos (que tradujo Ferrater Mora) y sus magníficos Diálogos en el limbo. O aún mejor, a su libro recientemente publicado por Losada, Escepticismo y fe animal, sin duda la mejor introducción a su sistema filosófico (porque, para colmo, Santayana pretendió ser un filósofo sistemático). También su gran novela El último puritano, si no está ya descatalogada, es una vía placenteramente útil para familiarizarnos con él. Pero sin duda lo mejor para conocerle de cuerpo entero, en la flor de su talento y también de sus limitaciones, son estos fragmentos de autobiografía que ahora se nos facilitan.

La vida de Santayana tiene

algo de perpetuamente inacabado, como si sólo fuera el esbozo de un retrato, algunas de cuyas partes -una mano apoyada en una mesa, por ejemplo, o un fragmento de perfil- estuviesen pintadas con perfecto detalle mientras el resto son sólo trazos vagamente alusivos. Esta característica fragmentaria no sólo pertenece al relato que Santayana hace de su biografía sino también y sobre todo a la existencia misma allí narrada. Por ejemplo, habitó en muchos lugares y nunca tuvo una casa propia. Fue el perpetuo huésped (la tercera parte de esta autobiografía se llamó Mi anfitrión, el mundo pero también podía haberse titulado Todo el mundo fue mi anfitrión). Le hospedaron hoteles, amigos generosos y quizá resignados, esporádicos parientes y hasta santas monjitas. Vivió muchas veces de prestado y las demás, de alquiler: quizá a todos nos ocurre lo mismo, aunque creamos haber "fundado" un hogar.

Siguió una carrera académica estertorosa y la abandonó al poco de haber conseguido una posición envidiable como profesor en Harvard y colega de William James. Sólo quería ser estudiante, un perpetuo estudiante viajero que nunca estudiaba nada demasiado en serio y se marchaba siempre antes de los exámenes. Políticamente conservador, desde luego, coetáneo del desastre español en Cuba frente a Estados Unidos, de nuestra guerra civil y de otras dos tremendas guerras mundiales que apenas le merecen comentario, pero que de pronto anota al desgaire: "Las sociedades son como los cuerpos humanos, todos acaban corrompiéndose, a menos que se los queme a tiempo". Convencido materialista, sin fe en ninguna trascendencia ultramundana, siempre se declaró católico y sostuvo que "cada religión, con la ayuda de más o menos mito que toma más o menos en serio, propone un método de fortalecer el alma humana y permitirle hacer las paces con su destino". Observa con minucia entomológica lugares y personas, siendo capaz de trazar en pocas líneas viñetas vívidas de aquello que presenció y hasta de lo que le contaron, como cuando se refiere a la hora del paseo en Manila, la ciudad en la que se conocieron sus padres y que él nunca visitó: "Cuando sonaba el ángelus todos los carruajes se detenían, los hombres se quitaban los sombreros, las señoras, si querían, susurraban el Ave María y los caballos orinaban".

Debió de ser de trato agradable y buena compañía, aunque nunca demasiado efusivo o verdaderamente cordial ("ser cordial es como alborotarle a alguien el pelo para alegrarle, o besar a un niño que no lo pide. Se siente uno a gusto cuando eso acaba"). Incluso los retratos de sus mejores amigos -como el de Frank Russell, el hermano mayor de Bertrand- resultan demasiado penetrantes para ser realmente simpáticos. Nunca se ciega, nunca se obnubila, nunca se entrega ni se descubre. Diríamos que permanece asexuado si no conociésemos por testimonios externos su afición homoerótica, en la que tampoco es creíble que se permitiera grandes desbordamientos. Paso a paso, sin declarar melancolía, refleja el deambular del tiempo y la vanidad irremediable de nuestros empeños, de los que no excluye los suyos. Le podemos imaginar con el mismo talante en cualquier época, pero se atuvo con fidelidad al retrato sin estruendos de la suya, de la que abundan con razón las crónicas tremendistas. De pronto, tras pormenorizados encuadres arquitectónicos o perspicaces anotaciones costumbristas, concluye: "Quizá el universo no sea más que un equilibrio de imbecilidades". Nada autoriza a tomarlo como una queja, es una simple constatación. ¿Qué más? ¡Ah, sí! Leer este libro proporciona un raro y desasosegante placer.

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