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Tribuna
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La amenaza nuclear

Hace días, una noticia entre las muchas alarmantes aparecidas en estos momentos me preocupó especialmente: Blair, el premier inglés, asediado a preguntas por 35 miembros de la Cámara de los Comunes, "no descarta incluso el uso del arma nuclear contra Sadam Husein".

¿Puede decir esto en serio un gobernante de un país civilizado, máxime si es un líder laborista? Fue la primera cuestión que me vino a la mente. ¿Se trata de una simple baladronada para amedrentar a Irak y forzarle a rendirse, de un bárbaro chantaje? ¿No están dejando en mantillas a los más perversos terroristas los líderes occidentales que han convertido en una cuestión de orgullo personal apoderarse a cualquier precio del petróleo del Medio Oriente, cuando además de hecho disponen ya de ese bien que comercializan, con grandes beneficios, compañías controladas por el capital occidental?

Uno piensa que al lado de los grandes progresos científicos, sociales y políticos realizados por la humanidad en el curso de un siglo se ha producido en el mismo tiempo un retroceso de la cultura, el humanismo y la moral tremendamente inquietante. Basta recordar que en la Segunda Guerra Mundial, ni Hitler, en los momentos más críticos para el Tercer Reich, osó utilizar los gases asfixiantes prohibidos por una convención internacional tras la guerra de los años 14-18.

El arma nuclear, infinitamente más mortífera que dichos gases, sólo ha sido utilizada hasta hoy contra los habitantes de dos ciudades: Hiroshima y Nagasaki, donde aún hay gentes de generaciones posteriores sufriendo las consecuencias de las radiaciones. Ya entonces, con Hitler y Mussolini derrotados y el Japón imperial en las últimas, fue muy difícil justificar el empleo de un arma tan atroz. Más bien el hecho se entendió como un prólogo de la guerra fría aún no declarada. La consecuencia fue una carrera hacia la fabricación del arma nuclear y su perfeccionamiento de la que emergieron dos grandes potencias nucleares: EE UU y la URSS, y varias menores disponiendo de artefactos semejantes en mucha menor cuantía: Francia, Gran Bretaña, Pakistán, China, India e Israel, hasta hoy. Ante el hecho de que la fabricación del arma citada ya no era un secreto y muchos Estados tenían la posibilidad de construirla, se llegó al tratado de no proliferación, partiendo del temor de que un Estado irresponsable pudiera utilizarla. Pero los movimientos populares que reclamaban su ilegalización o desaparición fracasaron. La antigua Unión Soviética presentó en los organismos internacionales y en su relación bilateral con EE UU diversas proposiciones tendentes al desarme nuclear que no llegaron a progresar, aparentemente por la dificultad de un control efectivo. En el último tiempo, con Gorbachov, la URSS aceptó el control internacional, sobre el terreno, del proceso de desarme. Mas la caída de la URSS malogró todas las iniciativas en esa dirección y EE UU incrementó la carrera armamentista, con el proyecto conocido como guerra de las galaxias, a la vez que aprovechaba la debilidad del nuevo régimen ruso para tratar de controlar el arsenal atómico de la antigua URSS.

En los últimos años, EE UU ha desarrollado y perfeccionado su armamento de todo tipo, alcanzando una superioridad técnica militar sobre el resto del mundo reconocida hoy. Al tiempo, el presidente Bush ha manifestado su voluntad de impedir que ningún otro Estado alcance su nivel de poderío en ese terreno.

Pero es difícil imaginar que todos los demás Estados van a resignarse y a admitir la imposición de lo que John le Carré ha llamado la junta de Bush. La actual política norteamericana puede resultar un disparador temible de la carrera armamentista en la que seguramente se están invirtiendo y se van a invertir aún más ingentes recursos. Todo ello anuncia un futuro en que el bienestar y las conquistas sociales, sanitarias, culturales, económicas de las poblaciones humanas pueden retroceder gravemente. Y con ellas, inevitablemente, retrocederán seriamente los derechos humanos, las libertades democráticas, las reglas morales y éticas que sustentaban el relativo equilibrio social; esto en el mundo rico. La ecología, la supresión de las epidemias y las hambrunas, lo que se conoce por desarrollo sostenible serían también las principales víctimas de esta fase del proceso histórico que está tratando de imponerse y que sería mil veces más insoportable para el mundo pobre.

Una nueva carrera armamentista como la que puede preverse, con el pretexto de la lucha contra el terrorismo mundial -en realidad, por el petróleo y la hegemonía mundial-, va a lograr probablemente que nuevos Estados traten de proveerse de armas nucleares. Si la guerra contra el terrorismo se convierte, en la práctica, en una guerra entre culturas, más precisamente en una guerra de algunos Estados ricos contra el mundo pobre, ¿con qué autoridad moral podría nadie negar el derecho a que en nombre de su legítima defensa algunos Estados de ese mundo pobre intenten proveerse de tales armas?

¿Y como extrañarse, en tal caso, de que la proliferación se debiera no solo a Estados, sino también a grupos religiosos o ideológicos que decidieran combatir en el terreno impuesto por las grandes potencias? Por muy horrible que pueda resultar esta perspectiva, es imposible descartarla si los Estados más poderosos, en vez de impulsar el desarme nuclear, consideran normal lanzar esta arma contra otro país en lo que se ha bautizado como la guerra mundial contra el terrorismo.

Tratándose de lo nuclear, no hay armas sucias y armas limpias: todas son sucias, y hasta las más primarias pueden producir pérdidas humanas y ruinas materiales tan excesivas que sean inasumibles incluso para los Estados más poderosos. Si EE UU sabe que hoy no podría endosar el coste humano de otra guerra como la de Vietnam, menos podría asumir el impacto de algunas bombas nucleares en sus ciudades.

De ahí que cuanto sucede en torno al anunciado ataque militar "preventivo" contra Irak, como sucedió ya anteriormente con el de Afganistán, sobrepase los límites de un conflicto limitado en el tiempo y en el espacio tras el cual todo va a volver a la normalidad. Bush lo ha anunciado sin ambages: se trata de una guerra que "puede durar diez años" y afectar a "sesenta países" en los que, según él, se guarece el terrorismo. El ministro de la Energía del emirato de Qatar decía días pasados a un corresponsal de EL PAÍS: "Si a usted le preocupa Irak, a mí lo que me preocupa es qué va a pasar después de que consigan su objetivo. ¿A quién le tocará?". Ahí está la cuestión: a qué países les llegará el turno, pues Bush tratará de llevar adelante su tercera guerra mundial si le sale bien el episodio de Irak.

En las circunstancias presentes hay que saludar la iniciativa de los dos grandes Estados europeos Francia y Alemania en la histórica reunión conjunta de sus Parlamentos en Versalles, desmarcándose de la coalición contra Irak. La mayoría de los ciudadanos europeos desean que los Gobiernos de la Unión Europea se decidan a favor de las posiciones franco-germanas. Por nuestra parte, son mayoría los españoles que, tras las parvas y difícilmente articuladas explicaciones de la ministra de Exteriores en la Comisión del Congreso de los Diputados, teme que ésta, en sus recientes viajes a Siria y Turquía, haya obrado como una delegada de la Secretaría de Estado buscando el apoyo de estos países para el ataque a Irak. Bush y Powell declaran que España e Italia les apoyan incondicionalmente.

A todo esto, es inadmisible en un sistema parlamentario que el presidente Aznar haya adquirido compromisos en nombre de España y esté rehuyendo comparecer en el Congreso para informar a los diputados y conocer la posición de los representantes de la soberanía nacional. Hasta Berlusconi comparece ante su Parlamento. España no puede asociarse a una guerra en la que no tenemos nada que ganar y sí mucho que perder, en contra de la voluntad constatada de la mayoría de sus ciudadanos. Sería una violación de la Constitución según la cual somos una Monarquía parlamentaria en la que la soberanía reside en el pueblo.

Sin duda son muy fuertes las presiones de la junta de Bush, que intenta desesperadamente romper el acuerdo entre Francia y Alemania con una propuesta que, de prosperar, vendría a mostrar que la resolución 1441 y el envío de los inspectores a Irak no habría sido más que una mascarada para dar al Pentágono el tiempo necesario a los preparativos del ataque. Viendo tan groseras manipulaciones diplomáticas, a veces sueño que hemos vuelto a los tiempos vergonzosos de Múnich en 1938, pero el papel de Hitler no lo ocupa un actor alemán o austriaco, sino un actor tejano. En tanto que europeo, siento vergüenza al leer las declaraciones ya citadas del ministro de Qatar: "Algunas naciones de la Unión Europea pueden poner algún obstáculo de forma, pero cuando llegue el momento se subirán al tren. Y esto los norteamericanos lo saben". Leyendo esto, no me consuelo devolviendo la pelota al dirigente árabe, con la imputación de que los gobiernos árabes se limitan a "poner sus barbas a remojar". Porque si lo que está diciendo él se confirmase, demostraría que la Unión Europea no es posible más que como un protectorado norteamericano.

Incluso los gobernantes del Partido Popular deberían reflexionar. Después de la posición de Francia y Alemania, pensando en el futuro de la Unión Europea de optar por solidarizarse con Bush, es un cálculo político equivocado. Si alguien ha tomado compromisos por su cuenta en ese sentido, debería ser capaz de rectificarlos. Es una de esas ocasiones en que estaría plenamente justificado escuchar las opiniones del Papa.

Santiago Carrillo es ex secretario general del PCE y comentarista político

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