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Columna
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Los dos Dónovan

Saber qué ocurrió minuto a minuto, cuál fue cada uno de los pasos que dio Dónovan hacia su muerte, con quién habló, por quién fue visto, con quién se cruzó en el camino de trescientos metros que lleva desde la casa de su madre hasta la fosa séptica donde lo encontraron: eso es lo que quieren los investigadores y, sobre todo, los familiares del niño quizás ahogado, esa gente hundida en el abismo del qué, cómo, dónde, quién y cuándo, atrapada en las arenas movedizas de la falta de respuestas. Quieren saber la verdad, para poder romperse tranquilos. Y encontrar al culpable de la muerte del niño, si es que lo hubo.

Es curioso que, de algún modo, ante una tragedia personal de este calibre, las personas reaccionen buscando, preferentemente, una explicación del mismo tamaño que su dolor y se nieguen a aceptar respuestas simples que parecen casi vulgares: lo que ha ocurrido es un crimen, afirman de forma categórica, algunos de los parientes de Dónovan; nada de accidente y de suicidio, mejor ni hablar, es imposible que el niño llevara todo este tiempo ahí, en esa fosa, tan cerca de quienes lo buscaban, es imposible que fuese allí solo, es imposible que se acercara a ese pozo negro y además por qué, para qué. No, al niño lo mataron, dicen, no hay duda de que lo mataron, lo tuvieron escondido y luego echaron el cuerpo a la fosa.

Sea eso lo que pasó o no lo sea, debe ser terrible vivir sin contestaciones mientras las peores pesadillas y malos presagios imaginables te van carcomiendo: quizá lo secuestraran, quizá sufrió durante tanto tiempo, qué miedo pasaría. El silencio sumado al espanto, ¿puede haber algo más temible?

Las primeras investigaciones de la policía y de los médicos forenses parecen apuntar que lo ocurrido fue nada más que un accidente fatal; pero eso, de alguna manera, casi parece poco al lado de lo que se había llegado a pensar, al lado de toda la campaña solidaria, los carteles, las noticias en los periódicos, las manifestaciones y las fotos del niño en los envases de leche. Es como si el desenlace de la tragedia no hubiese estado al nivel del resto del drama.

Parece tan simple, pensar que Dónovan, sencillamente, se acercó a la fosa séptica para jugar o esconderse, tal vez a causa de algún enfado o discusión, quizá nada más que porque imaginase una aventura en aquel lugar siniestro, y entonces tropezó, resbaló, fue a saltar calculando mal la distancia, quién sabe. Parece tan simple que resulta inaceptable.

De manera que, ahora mismo, y siguiendo un fenómeno que se repite con frecuencia en estos casos, parece haber dos niños muertos llamados Dónovan, el que empieza a dibujarse en las conclusiones de los policías y los doctores, que no encuentran signos de violencia ni lesiones sintomáticas en el cadáver, y el que ya se vislumbra, con cierto halo de mito popular, en el imaginario colectivo. No creo que este segundo grupo acepte fácilmente una verdad que no coincida con sus peores miedos.

Supongo que la psicología tendrá un nombre para esta reacción y también para la de las personas que la tarde del suceso y los días siguientes creyeron ver a Dónovan subir a un autobús con un heroinómano, hacer autostop para ir a Vallecas o caminar por no sé qué poblado de chabolas.

Si los análisis últimos del cadáver confirman lo que predicen los primeros -y uno lo desea, porque eso significaría, al menos, que el niño no sufrió lo que habíamos sospechado-, todo eso no habrá sido nada más que una alucinación colectiva, un espejismo en medio del desierto de la muerte solitaria y oscura del pobre Dónovan Párraga.

Los familiares del muchacho no llenarán jamás el vacío de su pérdida, cómo o con qué podrían hacerlo, pero en el futuro sí podrán, tal vez, confortarse un poco con el afecto de tantos miles de personas que tal vez tuviesen visiones o se equivocaran, pero intentaron ayudarles de todo corazón y vivieron estremecidos su drama.

A veces, necesitamos imaginar algo escalofriante para volvernos mejores. Supongo que la psicología también tendrá un nombre para explicar eso.

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