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Columna
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Chotis

Josep Ramoneda

A las cuatro de la tarde del pasado viernes, el alcalde de Olot no había recibido todavía ninguna comunicación oficial sobre la redada policial contra presuntos miembros de Al Qaeda que la policía había realizado de madrugada en su ciudad. Ni el Ministerio del Interior ni la Delegación de Gobierno tuvieron el elemental gesto, que no es simple cortesía sino obligación democrática, de informar a la primera autoridad local de lo que iba a ocurrir. Fueron los guardias urbanos los que, sorprendidos por la llegada de un impresionante convoy policial, advirtieron al alcalde. Ni el Cuerpo Nacional de Policía quiso darles explicaciones ni la policía autonómica sabía nada.

El presidente José María Aznar se niega obstinadamente a explicar en sede parlamentaria los compromisos de su Gobierno con su homólogo estadounidense George W. Bush y su posición sobre la guerra de Irak.

El presidente del Tribunal Constitucional se permite criticar la Constitución que tiene la obligación de interpretar con rigor jurídico y neutralidad, menospreciando instituciones -como las nacionalidades históricas- consagradas constitucionalmente.

Son tres ejemplos, como encontraríamos otros muchos, que tienen en común un mismo factor: una idea patrimonial y cerrada de la democracia. Como si a ellos, como altos responsables del Estado, todo les fuera permitido. Es una idea altamente preocupante porque significa dos cosas: que no se han enterado -o no han querido enterarse- de que el Estado es una trama muy compleja que tiene eslabones en todos los niveles, con la autonomía y la dignidad debidas; que entienden la democracia como algo fijo, lo cual es la más antidemocrática de las ideas, porque si algo caracteriza a la democracia es que siempre se está construyendo, siempre es algo que, para decirlo al modo de Jacques Derrida, está por venir.

Desde esta idea inmovilista de la democracia, que encuentra su máxima expresión en la voluntad aznarista de dar por cerrado el Estado autonómico, como si los procesos políticos tuvieran un momento definitivo, se emiten signos de resentimiento contra todo lo que se mueve. Cualquier intento o insinuación de acompañar con cambios legales la evolución real de España es contestado con arrogancia y desprecio. Lo cual es esperanzador porque como es sabido el resentimiento es patrimonio del débil.

Los políticos catalanes siguen achicando material ideológico para derribo procedente de Madrid: de las tribus identitarias a las especulaciones sobre los fundamentos históricos de las nacionalidades. Hay que aprovechar la ocasión: cada cual se fija en el pedrusco cuyas propiedades encajan mejor con su partitura electoral. A Jiménez de Parga se le reprochan dos cosas: la incompatibilidad entre su función y sus declaraciones, y el desprecio a las comunidades históricas, afiligranadamente llamadas "nacionalidades" en el proceso constitucional para evitar la sacrosanta palabra nación.

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Sobre lo primero no me cabe ninguna duda: en un Estado compuesto como el nuestro, el papel del Constitucional es decisivo, porque es la única instancia arbitral en los conflictos entre el Gobierno y las autonomías. Es exigible -en algunos países incluso es obligatorio- que su presidente se abstenga de hacer manifestaciones políticas. Cuando Jiménez de Parga critica la Constitución que él mismo está encargado de interpretar no sólo está faltando a sus obligaciones, sino que hace un muy serio daño a la institución. Una cascada de recursos desde las autonomías debilitaría al tribunal y provocaría más de un revolcón en el Tribunal de Estrasburgo. Dado que no hay otro modo legal de descabalgarle del cargo, me parece razonable la interposición de una demanda propuesta por Convergència i Unió (CiU). El Constitucional es demasiado importante como para estar marcado por la ligereza de su presidente.

Lo segundo entra ya en el terreno de la libertad de expresión, y por tanto es material para el debate público. A algunos les gusta ejercer el papel de ofendidos y enseguida se sienten insultados en sus sentimientos. El señor Jiménez de Parga, en sus declaraciones, exhibe alguna ignorancia notable, pero de sus palabras se pueden escoger cosas diversas. Una es la que han preferido destacar los nacionalistas: el desprecio a las comunidades históricas.

A mí me enseñaron de pequeño que si se quiere hacer algo más que retórica de cara la galería hay que ahondar siempre en las contradicciones del adversario. En este caso, me parece interesante hurgar en la afirmación, por parte del presidente del Constitucional, de la conveniencia de reformar la Constitución después de un amplio periodo de rodaje. Es una opinión que choca con el inmovilismo de Aznar, que ha hecho de la Constitución un sagrado e intocable texto. Sin embargo, muchos pensamos que, efectivamente, ha llegado el momento de actualizar constituciones y estatutos. Simplemente, porque las sociedades evolucionan y son las leyes las que deben adecuarse a ellas, dentro de los principios básicos de la democracia, y no al revés.

¿Por qué ninguno de los airados críticos de Jiménez de Parga se ha metido por este hueco? Se dirá que Jiménez de Parga quiere reformar la Constitución en un sentido retrógrado, de volver a poner el reloj en los tiempos preconstitucionales y que, tal como están las cosas en Madrid, mejor no abrir esta vía porque saldríamos quemados. Pero el presidente del Constitucional dice que es bueno y posible reformar la Constitución, que es lo que Aznar rechaza y se niega siquiera a escuchar. El que tenga propuestas que las ponga sobre la mesa y ponga en marcha el debate político necesario. Por lo menos para contrarrestar iniciativas del contenido de la de Jiménez de Parga.

Cataluña también está sometida a una forma de inmovilismo, el inmovilismo de la impotencia de CiU, que siempre se queja, pero siempre acaba adaptándose a la música del que manda. El ruido preelectoral no hace olvidar a nadie que CiU lleva seis años bailando el chotis con el PP, el que quiere poner el cierre al Estado autonómico. Jiménez de Parga es un oportuno chivo expiatorio para que Convergència i Unió expíe su estrecha alianza con el PP. Pero a estas alturas es difícil engañar al personal. Todo el mundo sabe que por muchos aspavientos que hagan, el PP y CiU siempre que sea necesario -si el electorado no lo impide- seguirán dándose la mano. Ahora y por los siglos de los siglos. Al fin y al cabo, a nadie ha ido mejor que a CiU el doble juego que el Estado autonómico le permite.

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