Maneras
Hay gente que se sorprende cuando se les cuenta que en su primera juventud los profesores trataban de usted a los alumnos, lo que no era sino fórmula cortés de marcar distancias y competencias. Ahora, donde se mantienen las formas -como creo haber dicho y se le ocurre a cualquiera- es en el Parlamento, que los soberanamente cursis llaman Cámara Baja o Alta, echando mano de un fatuo anglicismo, cuando los nombres específicos son Congreso y Senado. Utilizan el "señoría", tratamiento debido a las personas por su dignidad, que suele preceder a calificaciones sumamente ofensivas. El pueblo de Madrid fue siempre muy ceremonioso, reservando el tuteo para la amistad entrañable. Con eso acabaron el fascismo y el socialismo, en nombre de una camaradería entre los militantes que pasó de la convivencia a la confianza, llevándose por delante las buenas maneras. Personalmente no lo comparto, ni siquiera creo que sea una eficaz conquista social, pero ha dejado de irritarme. Por el mismo precio me dejo tutear mansamente.
A veces pienso que ha sido un prudente acierto suprimir el Ejército obligatorio, antes de llegar al caso de que un centinela dijera: "¡Eh, tú, coronel!, ¿dónde puñetas vas?", en el caso de que reconociera el rango. Los modales van, también, relajándose en el antes quisquilloso ámbito de la Justicia, donde era preciso dirigirse al tribunal sin apear el ilustrísima al sujeto de la toga. Recuerdo una pequeña anécdota, en tiempos del anterior régimen. Comparecíamos, enfrentados casualmente, el director de un periódico madrileño y yo. En aquel momento el otro era, al tiempo, procurador en Cortes, lo que produjo el gesto deferente de que le sacaran una silla a la tarima, mientras un servidor permanecía en el duro banco de los demandados. En un gesto reflejo, puso una pierna sobre la otra, lo que motivó la fulminante cólera de uno de los magistrados, que le llamó a la compostura. Hoy los jueces desterraron la toga, la camisa blanca y la corbata de luto, sin que esto quiera decir que desempeñen con mejor tino su cometido.
Otro botón de muestra me sale al paso. En el curso de un popular programa de la naciente televisión, el famoso locutor Bobby Deglané requería a una concursante a la que, mecánicamente, preguntó: "¿Señora o señorita?". La dama, que lucía el abultado vientre de avanzada gravidez, le sacudió un bofetón o le dio con el bolso, no lo recuerdo con exactitud. Pensar -y decirlo- que una mujer en su estado pudiera ser célibe constituía un insulto, así, como lo oyen. De eso hemos pasado -a través del tiempo, claro- a la exhibición de familiaridad que ofrece algún entrevistador, sea cual fuere la condición, sexo y circunstancia de la persona que se presta a sus cuestiones.
Ser viejo tenía sus ventajas -¿cuáles, se preguntó alguien?-, entre las que se han perdido la deferencia y cortesía que antiguamente se recibían con carácter general y gratuito, como reiteradamente sostengo en esta columna. Cuando, a principio de los ochenta del siglo pasado, se desmontó buena parte del armazón que sostenía la caduca sociedad, fueron arrojados a las tinieblas de la temprana jubilación un gran número de personas valiosas, sustituyendo el presunto tesoro de la experiencia por el afán de colocar a los correligionarios, algo que ocasionó daños parecidos a los de otra revolución, la de los excombatientes, excautivos y expectantes de canonjías. El botín cultural entre los vencedores produjo promociones de profesionales mal preparados, otra pérdida de las maneras, que se pierden, parece que sin remedio. El otro día, en un autobús urbano, un niño, de apenas cinco o seis años, molestó al resto de los viajeros, no sólo con sus berridos, sino por la forma de tratar a los abuelos que le acompañaban. Insultos, manotazos, injurias que demostraban la variedad del vocabulario del menor, hacían penoso el espectáculo de aquellos parientes que se esforzaban por calmarle y, dirigiéndose avergonzados a la concurrencia, asegurar que no solía comportarse con tan empecinada grosería.
Nadie les creyó, porque la infantil demostración de mala crianza no podía ser improvisada ni reciente. Resguardado tras el privilegio de mi edad, al pasar frente a los Nuevos Ministerios me dirigí al niño y le manifesté el propósito de darle un bofetón si continuaba vejando a sus parientes. Confieso que fue un acto irreflexivo y temerario que salió bien porque pesqué al renacuajo desprevenido. ¡Ah, las maneras!
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