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Entrevista:JAVIER FESSER | DIRECTOR DE CINE | TROTAMUNDOS

Estrellas del desierto

El padre cinematográfico de Mortadelo y Filemón (estreno el 7 de febrero) es capaz de viajar una semana a Buenos Aires (12.000 kilómetros) y pasarla metido en un ciclo de cine iraní, verbigracia. O apuntarse de pronto a una expedición humanitaria en el desierto argelino. Viajero iconoclasta habemus.

Apuesto a que es usted de los que viajan con un objetivo virtual en el ojo. Pura deformación profesional.

Es cierto que no puedo evitar ir haciendo localizaciones y hasta encuadres, como si fuera a rodar una película en cada sitio que piso, pero jamás llevo cámaras cuando viajo por placer. No quiero poseer las cosas que me gustan.

Pedazo de frase. Decántese por el destino.

Sin duda, mi viaje al desierto de Argelia, en 1991, donde pasé una semana en un asentamiento saharaui. Fui con los componentes del dúo Gomaespuma a llevar material escolar a los niños de allí, y lo recuerdo como algo intenso, bestial, profundo. Aquella organización de quinientas personas en medio de la nada, con escasez de casi todo.

Al menos habría una jaima donde dormir.

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Sí, pero más bien dormíamos al raso, asfixiados por aquellos 50 grados de temperatura. Bajo ese cielo azul marino intenso y lleno de estrellas, como en las películas de Disney. Porque a las nueve de la noche no luce una bombilla en quinientos kilómetros a la redonda, así que las estrellas te ofrecen un espectáculo increíble y te quedas horas embobado...

¿Pensando en los entresijos de lo divino y lo humano?

Desde luego pensaba en la estupidez de quienes vivimos en el mundo desarrollado, pendientes del éxito y el fracaso. Impacientados cuando el repartidor de Telepizza se retrasa cinco minutos. Y ellos pueden esperar una semana sin alterarse a que llegue el camión del agua.

Y sin ferreterías, que creo que son su debilidad.

Es cierto. Cada vez que viajo a cualquier lugar busco ferreterías, porque me apasionan las herramientas. En el desierto no había, desde luego, pero recuerdo una que encontré en Buenos Aires, atendida por un señor de unos trescientos años con bata azul, que me mostró para qué servía una herramienta ignota para mí. Una gozada.

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