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CRÓNICAS DEL SITIO
Columna
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¿Es esta mi guerra?

No es muy conocido que la Ciudad Terrestre se encuentra en Vizcaya. Fue al final de la Huelga de Bandas, después de oír a Joaquín Ruiz-Giménez defender ante la Magistratura del Trabajo el mejor derecho de 564 despedidos. Aquél año de 1967, unas gentes de izquierda heterogénea se habían reconocido en la determinación de vencer proclamada en la mina El Alemán por las nacientes Comisiones Obreras; y habían vibrado con los obreros del Nervión. En ese tiempo todavía no me sentía de la generación de las flores; ni sospechaba que bajo el empedrado de París se ocultasen playas nudistas. Sabía que los jóvenes norteamericanos estaban siendo arrastrados por la "estrategia de la victoria", dejando un rastro de muerte y destrucción en el delta del Mekong. Pero mis sentimientos anti-imperialistas se alimentaban casi en exclusiva de literatura de estudiantes "pro-chinos". Y, aunque cantaba el "no nos moverán" de Joan Baez, salía corriendo delante de los grises. Lo que entonces sentía por dentro no era pacifismo.

La modernidad se fundó sobre el horror a la guerra, después de las dos mundiales
Sólo la justicia permite distinguir la ley del imperio de la del pirata

Sin embargo, fue en ese ambiente, entre sindicalistas obreros, curas no menos obreros y litografías de Ibarrola aún con más obreros, donde surgió la idea de materializar aquel despertar de la "conciencia de clase" creando una urbanización en régimen de cooperativa a la que llamaron Ciuter, la ciudad terrestre de San Agustín, peldaño indispensable para alcanzar la ciudad celestial de los cristianos y, de paso, la sociedad comunista de Lenin. Probablemente estaban prematuramente preparados para recorrer un camino que la socialdemocracia había patentado entre las dos Guerras Mundiales. Porque está bien el cielo y el comunismo, pero entretanto habrá que buscar un lugar dónde vivir.

La Ciudad Terrestre de San Agustín era un espacio protegido de la guerra. Y esta urbanización, que aún existe en el municipio de Leioa, se protegía proyectándose sobre un amplio espacio interior, creando un territorio cívico propio, pero sin cierres que produjeran claustrofobia.

La modernidad, después de esas apoteosis de las guerras imperialistas que fueron las dos guerras mundiales, se fundó sobre el horror a la guerra. Y en la idea de que la paz en sí misma es un bien que la humanidad ha aprendido a valorar tras muchos errores. La guerra es la institución del horror. Eso al menos había yo aprendido de mi padre. Pero ahora todo ha cambiado desde el 11 de septiembre. Y un ministro del Gobierno ha repetido 11 veces que los "españoles quieren tener la seguridad...".

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Es un eufemismo. Dicho así parecería que los españoles quieren tener certezas. También a mí me gustaría tener alguna certidumbre. Pero lo que nos están diciendo es que queremos seguridad y que el Gobierno nos la va a dar. Qué ilusión. ¿Me ayudarán a despejar al fin las dudas que me asaltan? Pero me temo que no se refieren a esas dudas, ni siquiera a conocer con seguridad la inflación que nos espera este año. Me parece que vamos a acceder a otro tipo de certezas: a las certezas del imperio.

El imperio romano instauró la Pax romana, que consistía en vivir en guerra permanente, en el exterior contra los bárbaros y en el interior contra los propios rebeldes. Hoy los Estados Unidos no quisieran ser un imperio, es decir, no quieren responsabilizarse del orden mundial. Pero ya han empezado por volver a uno de los valores esenciales del imperio romano, el de la guerra justa. La guerra como instrumento ético, una forma de política como otras. Así sí que le damos la vuelta al calcetín del progreso tejido desde la Ilustración. Porque la razón descubre un principio perverso en esa idea. Y es que, por una parte, se banaliza la guerra al convertirse en una entrada habitual del telediario. Y, por otro lado, se sacraliza a quien tiene el poder de legitimar la guerra. En otras palabras, es imposible defender la guerra como instrumento ético sin acabar cayendo en la soberbia sacrílega de creerse un Dios.

No admito que sea el poder de Bush el que convierta los intereses del petróleo en guerras justas; tampoco me creo que la existencia de una autoridad imperial disminuya la responsabilidad criminal de los Bin Laden decididos a infestar el espacio de aviones-bomba. San Agustín decía que sólo la justicia permite distinguir la ley del imperio de la del pirata. Pero ¿cómo se mide la justicia? Yo no creo, como San Agustín, que esa vara de medir esté en el cielo. Creo que hay que buscarla en la ciudad terrestre; en los ciudadanos comprometidos con el orden democrático. El terrorista lo sabe y por eso desprecia la democracia y mata a ciudadanos. Quien no parece saberlo es George Bush cuando, tras el desplome de las torres gemelas, nos anunció que Dios estaba de su lado y declaró una guerra sin final contra el reino de las sombras. Ahora, año y medio después, las señales son más claras. Nos estamos acostumbrando a los vientos de guerra. Pronto volverán aquellas imágenes verdosas de video- juego de la Guerra del Golfo.

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