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Columna
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Vecinos

Las cámaras de Telemadrid salen más al exterior que las de los restantes canales, callejean por los barrios y los pueblos de la Comunidad, llaman a las puertas y a los porteros automáticos, entran en los patios con los micrófonos abiertos, toman el pulso de la pequeña realidad diaria y ceden la palabra a gentes anónimas que obtienen su minuto correspondiente de popularidad en su condición de protagonistas o testigos de sucesos faustos o infaustos, del agraciado de La Primitiva al herido en accidente de tráfico, de la abuela centenaria que alcanza un nuevo cumpleaños al propietario de la tienda atracada hace apenas unas horas a punta de navaja.

Crónica diaria y urgente de eventos que muchas veces no llegan ni a la letra pequeña de los diarios y los noticiarios; crónica de proximidad que relatan jóvenes profesionales, reporteras y reporteros con espontaneidad y sin envaramientos.

En Mi cámara y yo, un formato modélico, sencillo y económico, los reporteros son sustituidos por espontáneos aficionados que, cámara subjetiva y voz en off, abren las puertas de su mundo cotidiano ante la pantalla: niñas de un poblado chabolista se convierten en guías imprescindibles y conducen a sus curiosos invitados hasta las cocinas y los dormitorios de sus precarios hogares; vecinos de una nueva urbanización que ya se cae de vieja exponen sus problemas y muestran los signos de la degradación y los documentos de la presunta estafa.

Fragmentos, facetas de un caleidoscopio madrileño que cambia de matices, de los tonos más claros y amables a los más oscuros y amargos. Mi cámara y yo, Sucedió en Madrid, Madrid Directo, y en general los programas informativos de la televisión autonómica, han conseguido al cabo de los años y de los cambios de rumbo mantener su personalidad y su frescura. Algo más que infrecuente en tiempos y en medios tan inestables y tornadizos.

En una reciente edición de Mi cámara y yo, el reportero invisible ofreció un inquietante y perturbador paseo por el infierno de las enemistades vecinales. "El infierno son los otros", escribió Sartre. Los otros y en este caso las otras, pues el espacio estuvo protagonizado casi exclusivamente por vecinas, denunciantes y denunciadas, sueltas de lengua o temerosas y susurrantes a través de una puerta entornada, relaciones envenenadas, pequeñas venganzas y ofensas mínimas que de repetirse todos los días tomaron dimensiones desproporcionadas. Denuncias por ruido, suciedad, malos olores, gatos y perros, ratas y basuras, escándalos domésticos y querellas enconadas y heredadas entre los Montescos del segundo B y los Capuletos del tercero izquierda.

La cámara impasible captó la demencia, pero sobre todo la desesperación y el desamparo en la mirada extraviada de personas, ancianas y solitarias, acumuladores compulsivos de desechos y desperdicios que para ellos son tesoros irrenunciables o anfitriones de cuadrillas de chuchos abandonados y gatos famélicos. La cámara descarnada retrató el odio y a veces el miedo, la justa indignación y también los insultos, las proclamas xenófobas y los chismorreos de los patios de vecindad.

Sin comentarios al margen, sin moralejas ni alegatos, la cámara hurgó bajo la piel de la ciudad y nos mostró esa corriente subterránea que fluye atávica y turbia por las alcantarillas de la conciencia ciudadana, lo que pasa donde no pasa nada, lo que no queremos ver , lo que corre a través de los tabiques, la voz de los patios, los zaguanes y los rellanos.

Para no escuchar ese rumor incesante y hostil, para aislarse del vecinal ruido, no hay receta más difundida y socorrida que subir el volumen del televisor aunque esta vez habrá que cambiar de canal, quizás para asomarse a la falsa domesticidad de los grandes hermanos de Guadalix de la Sierra, de los estudiantes internos de la academia de canto y confección de ídolos en serie y a todos esos guetos y lazaretos para enfermos catódicos y crónicos.

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