El mágico ambiente invernal de Praga
HE ESTADO en diciembre en Praga, no conocía la ciudad. Me ha impresionado. Todo ha contribuido: el buen hotel, la amabilidad de la gente y, sobre todo, la época. Creo que hay que verla en invierno, con atmósfera gris, con niebla. A las cinco de la tarde ya era noche cerrada, y eso es otra forma de disfrutar la ciudad, sus luces, su ambiente navideño, los niños cantando villancicos debajo de un gigantesco abeto en la isla de Kampa... Todo me hacía recordar a un paisaje de cuento, irreal.
A esas horas, un paseo por el puente de Carlos en dirección hacia el barrio de Malastrana, descubriendo a los lados las impresionantes figuras de bronce enmohecido que van surgiendo entre la penumbra, le dan un halo de misterio inolvidable. Las farolas de los pintores que iluminan sus acuarelas van apareciendo a nuestro lado acompañadas de los dulces acordes de los violines de un grupo de jóvenes que, ataviados con sus gorros y bufandas, amenizan nuestro paseo. La silueta del castillo al fondo y la catedral de San Vito iluminada en lo alto sirven para acabar de enmarcar este precioso cuadro.
Pero no es el único. Hay que visitar el barrio judío, la ciudad nueva y la vieja, la plaza de esta última (Staromestske Namesti), con su reloj astronómico y la impresionante iglesia de Santa María de Tyn; recorrer el barrio de Malastrana y la calle Nerudova, dedicada al escritor checo Jan Neruda, donde quedan vestigios de una vida acomodada y donde se pueden comprar las marionetas más bonitas elaboradas por los artesanos de la zona. Y por supuesto, no dejar de entrar en cualquiera de las antiguas cervecerías de la ciudad y sentarse en sus desgastados bancos corridos de madera. No es necesario pedir nada. Antes de que uno se haya sentado, mucho antes incluso de quitarse el abrigo, ya tiene una jarra de cerveza (negra, por supuesto) encima de la mesa.
La foto que ilustra el viaje es precisamente de la cervecería U Fleku, la más famosa de Praga, porque intentar mostrar la imagen idílica del puente de Carlos entre la niebla es, sencillamente, imposible. Para verlo (y aún mejor, vivirlo) hay que ir allí.
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