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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La España más romántica

Con sus restos calentitos -a dos siglos de su nacimiento- recientemente depositados no sin retraso a principios del pasado diciembre en el panteón de hombres ilustres de París, la figura de Alejandro Dumas no ha variado su estatuto en la panoplia literaria universal: se le sigue leyendo, publicando y adaptando por doquier, aunque su envergadura artística no haya experimentado cambio alguno y ni falta que hace: pues Dumas, padre, no fue nunca un escritor, o al menos no tan sólo un escritor, sino un fenómeno de la naturaleza, un monstruo de feria casi circense, que ya traspasó en vida todas las fronteras, cubierto de fama, de oro continuamente derrochado, de amantes (una esposa legal y otras treinta fichadas), dos hijos naturales legitimados, viajes, honores, aventuras innumerables, negros (una cincuentena, entre los que hubo grandes nombres como los de Nerval, Scribe y Montepin, hasta el más asiduo Maquet) a quienes hoy se califica pudorosamente de "colaboradores", la crítica seria sigue dándole la espalda y sólo se nutre de sus numerosísimos consumidores. Al menos, se ha reconstituido su legado en torno al castillo-pastel de Monte-Cristo -reconstruido gracias al difunto rey de Marruecos Hassan II, que fue un gran admirador suyo y feliz poseedor de sus obras completas, lo que no es nada fácil, dada su diversidad y extensión-, donde se ha instalado su museo y la sociedad de sus amigos que preside el historiador y académico Alain Decaux, donde todo parece marchar viento en popa, pues el mundo sopla cada vez más a favor del triunfo de los plagios, los clanes y las clonaciones en general. El mundo va bien, sin duda alguna, aunque quizá no tanto para la literatura propiamente dicha.

DE PARÍS A CÁDIZ

Alejandro Dumas Traducción de Ariel Dilon y Patricia Minarreta Pre-Textos. Valencia, 2002 600 páginas. 33 euros

Ha habido congresos, núme-

ros especiales de revistas, nuevas o renovadas biografías (las más destacadas, las de Zimmermann y Schopp) y un sinfín de republicaciones curiosas. Entre nosotros, la más insólita ha sido la primera edición española de este libro que nos toca muy de cerca porque habla si no de nosotros mismos, sí de nuestros ancestros, que publica la editorial Pre-Textos en su buena colección de clásicos, con una correcta traducción (no es complicado) obsesionada por cazar los errores de Dumas en castellano (y qué haríamos hoy, dos siglos después, con los de locutores y periodistas al chapurrear su mal francés).

Dumas, como buen romántico -y menos ilustrado de lo que aquí se dice, aunque siempre republicano y liberal-, adoraba viajar, que para él era "vivir a manos llenas" en el momento presente, olvidándose del pasado y sin pensar en el futuro. Viajó a España en 1847, de París a Madrid y Cádiz, invitado por el duque de Montpensier a su boda con la infanta Luisa Fernanda, asistiendo de paso a la de Isabel II con su primo Francisco de Paula y haciéndose financiar a la vez por el Gobierno de su país para hacer propaganda del primer colonialismo francés en Argelia, lo que le traería algunos problemas después (que no están en este libro, que se interrumpe antes).

Dumas viajaba con una especie de séquito de amigos, y en buena medida a su costa, con su propio hijo Alejandro, su colaborador Maquet (con quien entonces se llevaba bien, luego reñirían y se reconciliarían al final, Maquet era una hormiguita, hizo una buena carrera olvidable por su cuenta y murió rico en su castillo a diferencia de la ruina final de su gran protector y explotador), un par de pintores amigos y un curioso criado etíope en quienes algunos han visto al precursor del Picaporte (Passe-Partout) de Julio Verne.

Contó su curioso, exótico y

accidentado viaje en 44 reportajes en forma de cartas dirigidas a una misteriosa dama cuyo nombre no reveló, pero que según los últimos expertos era Delphine de Girardin (Gay de soltera), antes admirada por Musset y casada al final con el gran empresario de prensa Emile de Girardin, el fundador y propietario de El Museo de las Familias y La Prensa, el periódico que puso de moda los folletones -entre los mejores, los de Dumas, que era un buen amigo de ambos- e impuso la publicidad pagada: un perfecto tiburón de la prensa de la época. Los escenarios han sido después buenos tópicos de la España romántica, Madrid, Toledo, Aranjuez, Córdoba, Sevilla, Granada, Cádiz, aduaneros inmejorables, hospedajes difíciles, comidas imposibles, aristócratas generosos, misteriosas y ambiguas mujeres, funcionarios rendidos, toreros y corridas de toros, actores, actrices, bailarinas, copleros, bandoleros caballerosos y así sucesivamente, en fin, la primera España de pandereta que completarían Gautier, Merimée y finalmente Georges Bizet, siempre de moda y nosotros tan contentos y a favor. Alejandro, hijo, se permitió excursiones galantes, y al final, tras el éxito de La dama de las camelias acabaría académico, rico y conservador, a diferencia de su padre que murió en la ruina, en brazos de su otra hija separada de un marido enajenado, pintora y escritora menor, desgraciada, meapilas y amiga de los Metternich. Tras volver a París, hubo un revuelo parlamentario por los derroches causados por un barco oficial puesto a su disposición para viajar a Argelia (El Veloz), fue tildado de "empresario de folletones" por el conservador marqués de Castellane, a quien respondería Delphine de Girardin bajo seudónimo en La Prensa, quien dijo que Dumas era menos marqués que su contrincante, pero mucho más señor. Cosas de las muchas vidas de Dumas, el magnífico -luego marcharía a Sicilia con Garibaldi y fundaría otros periódicos pronto quebrados-, y que al menos, aún plagiando sin parar, fue el inventor del sistema que hoy prevalece. Y en función de una España de pacotilla que él se inventó y donde se divirtió mucho, pues leerle siempre es un placer. Y todo ello antes de las actuales operaciones triunfos que es la que el mundo acepta hoy de nosotros por mayoría absoluta y por lo bien que vamos. Todo un precursor, aunque sin chapapote por aquel entonces.

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