Felipe II y sus colaboradores
En una reciente entrevista, Elie Barnavi, ex embajador de Israel en París y profesor de historia en la Universidad de Tel-Aviv, afirmaba que el choque de culturas al que asistimos arranca del despegue de Europa iniciado hace cuatro siglos, que prosigue a velocidad meteórica alejándose de otras culturas que han permanecido inmóviles. Piensa que el motor de este proceso fue la aparición de Estados seculares, no divorciados de los poderes religiosos pero tampoco sometidos a ellos. Esa separación de lo secular y lo religioso habría estimulado la creatividad, la libertad y la iniciativa personal que faltaban en otros ámbitos, y concretamente en el islámico. De ser cierta esta teoría, y creo que por lo menos algo de cierto hay en ella, la España de los Reyes Católicos y los primeros Austrias habría desempeñado un papel esencial en ese giro decisivo hacia el protagonismo europeo, incluso, en cierta medida, mundial.
FELIPE II. EL REY EN EL DESPACHO
José Antonio Escudero Complutense. Madrid, 2002 637 páginas. 40 euros
Si las teorías son discuti-
bles, el interés que despiertan esos monarcas está fuera de duda y se ha manifestado en eventos recientes. Podría parecer que tras la caudalosa información que las celebraciones del pasado centenario nos han proporcionado, poco de nuevo podría decirse sobre Felipe II; pero un historiador del Derecho altamente cualificado, José Antonio Escudero, nos sorprende gratamente con un denso volumen que lleva el título del Solitario de El Escorial y un subtítulo que aclara cuál ha sido su intención escribiéndolo: El Rey en el despacho. No su ideología ni sus empresas, sino la tarea diaria que con laboriosidad inigualable llevó a cabo durante 43 años para regir el más vasto imperio jamás conocido.
Ese imperio no era el romano-germánico de Carlos V; se había hecho más dinástico y también, en alguna medida, más español, pues el centro de esa inmensa tela de araña se fijó en Madrid, y los íntimos colaboradores de Felipe II, salvo un borgoñón, Granvela, y un portugués, Cristóbal de Moura, fueron españoles, con relevante presencia de vascos. Pero no hay que desorbitar las cosas: aunque su Corte la fijara en España y sus colaboradores íntimos fueran españoles, Felipe II no gobernó pensando en el interés del pueblo español, sino en el de su dinastía y en el de la Iglesia católica, de la que era miembro fiel y protector dominante.
Los resultados de esa política son conocidos y diversamente apreciados. Llevarla a cabo durante tantos años y en un ámbito territorial cada vez más extenso fue la tarea sobrehumana que se impuso aquel monarca y que llevó a cabo ayudado por secretarios personales, dejando para los Consejos la rutina administrativa.
El fruto de esta labor fue
una documentación de tamaño colosal. Es llamativo que una monarquía vecina se jacte de tener igual o mayor antigüedad que la española careciendo de archivos estatales. ¿Cómo puede funcionar un Estado sin dejar una herencia documental? La que legó Felipe II es impresionante y se conserva bastante bien aunque muy dispersa. Madrid, Simancas, Londres, Bruselas, Ginebra... Escudero simultaneó durante varios años sus tareas como eurodiputado y su afán investigador, con estancias prolongadas en estos centros documentales. El fruto de estas investigaciones es una obra monumental que reconstruye minuciosamente la historia del aparato de gobierno del monarca (Consejos, secretarios, Junta de Noche en la última etapa, etcétera), y que se completa con un impresionante cuadro sinóptico -La máquina de gobierno- que sintetiza la sucesión en todos los cargos de esa complejísima estructura desde el principio hasta el final del reinado.
Junto a esta aportación fundamental, la obra de Escudero ofrece además multitud de detalles y sabrosos episodios; las quejas del monarca por la dureza de la tarea que se había impuesto; el contraste entre las continuas priesas por resolver los negocios y las demoras causadas por la lentitud de las comunicaciones y las irresoluciones del monarca, nacidas de su deseo de tener toda la información posible; la atención a los detalles más ínfimos; por ejemplo, se plantea la cuestión de si el premio por la muerte de un lobo podrían ser tres o cuatro ducados. El rey opina que dos o tres. ¡Y a continuación este hombre proveería un virreinato o un arzobispado! Increíble pero cierto.
Los retratos de los secretarios reales están muy bien dibujados. Nunca uno solo obtuvo la confianza regia, siempre repartida entre dos o tres, buscando un contrapeso de tendencias. El contraste con la conducta de su sucesor es evocada por Escudero con el subtítulo: Del Rey con muchos privados al Rey con un valido. Éste fue uno de los grandes fracasos (previsto) de Felipe II.
Uno solo de sus secretarios traicionó la confianza regia: es posible que el descubrimiento de los manejos de Antonio Pérez acentuara una desconfianza innata, pero en general puede decirse que predominó el acierto en la elección de consejeros; sin el apoyo de hombres como Granvela, Idiáquez y Mateo Vázquez, el Rey no hubiera podido desarrollar su inmensa labor, una tarea que le ocupó todos los días y todas las horas de cada día hasta que los progresos de la enfermedad inutilizaron sus miembros, no su mente, que permaneció lúcida hasta el final.
Sin ser una apología, este libro es un tributo a un hombre todopoderoso en teoría; en la práctica, un esclavo de su deber, de ese "oficio de rey" que encantaba a Luis XIV. Verdad es que el Rey Sol supo buscarse otras compensaciones.
¿Se atrevió alguno de aque-llos consejeros a sugerirle que con su política exterior estaba arruinando a Castilla? Probablemente no; sus atribuciones no sobrepasan los límites de una sumisa colaboración. Además, esa gestión hubiera sido inútil; ya sugirieron las Cortes esa idea sin ningún resultado. Pero no es ocioso advertir que en los reinos no castellanos Felipe II se mantuvo dentro de límites que impedían la extenuación económica, incluso cuando, como en el caso de Aragón, tuvo ocasión de sobrepasar los límites impositivos que imponían sus tradiciones y sus fueros.
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