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Columna
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El fin del trabajo

"Los políticos no se atreven a decir la verdad: ya no hay ni habrá trabajo para todos". Son palabras de Anne Lasserre, una señora francesa que, encontrándose en paro, escribió un libro, Jours chômés, que obtuvo un gran éxito editorial. Fue hace cinco o seis años y desde entonces, el hecho denunciado por la autora, el fin del trabajo, no ha dejado de ganar actualidad.

Se preguntaba Lasserre la razón de que los expertos recomienden trabajar menos, pero ellos trabajan más. ¿Por qué los seminarios de formación continua son frecuentados por más altos funcionarios que por empleados? Nos incitan a ser emprendedores, pero las trabas del papeleo son insuperables para un desocupado. ¿Cuidar ancianos? ¿Quién pagará? "Cuando me quedé en el paro", escribió Lasserre, "me convertí en criada de mi propia casa y de paso dejé sin sueldo a mi criada. Consumir más? Un parado no tiene ni para el metro".

Los interrogantes que planteó Anne Lasserre son un tanto caóticos y un tanto contradictorios, pero ilustran perfectamente la situación laboral de una economía enfilada hacia la era del posindustrialismo: más trabajo en la cúpula, menos en los bajos peldaños de la escala. De momento. Con el paso del tiempo, el paro seguirá su marcha ascendente. Hace ya algunas décadas que fuimos advertidos. Tendremos un mayor número de gente educada, pero la gran mayoría de los ciudadanos serán incapaces de comprender el mundo automatizado en el que vivirán. Muchos sabrán algo de cálculo, de biología, de humanidades; pero la investigación científica, los problemas de gobierno y sus interacciones mutuas, estarán fuera del alcance de los licenciados universitarios. Escribió Donald Michel: "Los especialistas en cibernética habrán establecido un tipo de relación con sus máquinas que no será compartida por el hombre medio. Ni siquiera por muchos académicos. Aquellos individuos dotados para esta función, tendrán que desarrollar sus talentos desde la niñez y serán entrenados con la misma intensidad que la bailarina clásica". Comprendo que esto suena exagerado y estoy viendo el gesto de desdén de algún sindicalista. Pero debe servirnos como indicación del mundo que se avecina: el del paro tecnológico.

El paro tecnológico no es nuevo. Me pregunto a cuántos obreros habrá desplazado una máquina o herramienta a lo largo de la historia. Que yo sepa, el primer paro masivo se produjo en Inglaterra a principios del siglo XIX: el movimiento obrero ludita se ensañó con las máquinas del textil, que dejaban sin trabajo. Desde su punto de vista los luditas tenían razón, pues el maquinismo les condenaba al hambre; pero cuantas más y mejores máquinas, mayor y más barata producción y más trabajo. ¿Eso es válido para hoy, como sostienen algunos? Entre otras características hostiles al trabajo humano, las máquinas de hoy poseen una: invaden el sector terciario. En ciertas esferas, una mesa de trabajo crea otra, según la ley de Parkinson; en otras, un robot crea otro siguiendo las leyes de un estricto racionalismo funcional. Es posible que en un futuro no lejano se ofrezcan empleos perfectamente inútiles para seres humanos, sin más fin que el de evitar revueltas y hacer circular así capitales sobrantes. Pero tan tonta no es la gente. El trabajo, en sí mismo, puede producir satisfacción o tedio; pero incluso cuando el tedio es la nota dominante, el trabajo suele ser deseado. El ser humano posee en alta estima su utilidad social. Hay obreros y obreras que prefieren una ocupación rutinaria, la repetición embrutecedora (según Adam Smith) de unos pocos movimientos durante horas. Valoran esto algunos por encima del trabajo más o menos creador, y la razón que dan es que así pueden pensar en otras cosas. (Me baso en estadísticas). Pero eso funciona cuando va acompañado de un sentimiento de utilidad social. Una ficción de trabajo, un producto hecho para la basura, no sería aceptable, sino que hundiría aún más la autoestima de la persona.

Después del 11-S se produjo una oleada de despidos masivos en los países industrializados. La pesadilla no ha cesado, pero al menos de momento, ha cedido vigor. Para sorpresa de muchos y con las excepciones de rigor, las compañías que mejor resistieron el embate de la bolsa fueron las que más despidos llevaron a cabo, manteniendo a la vez la cota productiva. Esas empresas inspiraron e inspiran mayor confianza a los inversores, pues supieron acometer una reorganización técnica a la vez que una renovación tecnológica. En definitiva, menos gente y más máquinas. En Estados Unidos, la agricultura da ocupación a un raquítico tres por ciento de la población activa. En el último medio siglo -con diferencia de años según los países- la producción industrial ha crecido así como ha decrecido el número de obreros en el sector. Amenazados por la abundancia más que en el pasado por la escasez. En 1964, un asesor del partido laborista británico dijo: "Si la primera fase de la llamada revolución industrial obligó a la gente a trabajar en las factorías, la fase que ahora entramos obligará a muchos a no trabajar".

Me pregunto cuántos españoles han sido ya víctimas directas o indirectas de la automatización, de la cibernética, de la informática y, en suma, de todo el aparato productivo de la era posindustrial. La banca, por ejemplo, emplea menos gente que hace unos años, a pesar del aumento de su volumen de negocio. Pero en España el posindustrialismo está en sus comienzos y el porcentaje de población ocupada es mucho más bajo que en la gran mayoría de los países de la UE. El paro se ceba, sobre todo, en la mujer; el empleo inseguro y precario, en todos, mujeres y hombres. Las promesas de empleo lanzadas por los políticos surgen de la mala fe o de la ignorancia de los hechos. Pues si España no quiere descolgarse más de lo que ya está descolgada de los países de vanguardia, tendrá que adoptar los modos de producción de estos y eso significa la perpetuación, a escala mayor, del subempleo o del desempleo. A no ser que pongamos los servicios sociales a la altura de esos países. El anciano, el enfermo, siempre preferirá verle la cara a un(a) ATS o a un trabajador social que a un robot, aunque sea el robot amable de la historia de Asimov. Cierto que los yacimientos de trabajo que procure el sector social no harán más que reducir la lista del paro, pero menos da una piedra. Aplíquese al tercer mundo el aparato productivo y no depredador y el tercer mundo y nosotros tendremos trabajo acaso para medio siglo. Después, que lo diga Ulrich Beck. O Rifkin. Con permiso de los Zerzan.

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