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Columna
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La ciudad fatal

"Madrid, tierra de todos donde todos caben" suscribe uno de los rótulos de la exposición Madrid, tres siglos de una capital, 1702-2002, que exhibe el Centro Cultural de la Villa. "La identidad de Madrid es que no tiene identidad", me dijo una vez Luis Carandell cuando me despedía en el ascensor de su casa tras haberme resuelto las preguntas y las respuestas de mi primera entrevista, y es verdad. Los madrileños hemos asumido el carácter heterogéneo, cosmopolita e indefinido de nuestra ciudad y hemos creído que ahí está todo su hechizo y su valor. Pero hay mucho más.

Los padres de los madrileños entre los veinte y los cuarenta años normalmente no han nacido aquí, al menos no los dos. Los hijos de la capital escuchamos con asombro y cierta envidia el arraigo y el amor que progenitores o amigos de otras localidades le profesan a sus fiestas, sus santos o sus monumentos. En numerosas ocasiones adoptamos en el pensamiento y los períodos de ocio los pueblos de nuestros padres para poseer una filiación poderosa y única, un cementerio con encanto donde imaginar nuestro final.

El malagueño siente suyos, de alguna manera, los éxitos de Antonio Banderas, como el catalán se congratula cuando a Montserrat Caballé le otorgan un premio. Los madrileños, sin embargo, no experimentamos una imantación tan fuerte a nuestras plazas o nuestros patrones, ni un dolor especialmente intenso cuando a Carlos Sainz se le rompen las bielas en los rallies.

Madrid es la ciudad de todos y la de ninguno, pero nunca la de uno mismo, la del madrileño. No la amamos con la exclusividad con que otros paisanos adoran sus valles o sus playas, no la percibimos ni la tratamos con la devoción dedicada a una novia o una madre, símiles que otra gente utiliza para describir su pasión por el lugar donde nacieron y crecieron. Quizá porque Madrid, muchas veces, representa a España, su capitalidad eclipsa su propio carácter y personalidad. Su idiosincrasia se distorsiona involuntariamente al convertirse en referente político, económico y cultural del territorio nacional o el exterior.

Sin embargo, la exposición sobre Madrid organizada por Caja Madrid nos ofrece la historia de la villa despertando en el madrileño nuevos conocimientos y sentimentalismos referentes a su ciudad. Un repaso a los últimos 300 años de la urbe, a través de fotografías, vídeos, maquetas y reproducciones de escenarios, es suficiente para mostrarnos la talla y el portento agazapado en Madrid. La exposición no pretende fomentar el madrileñismo, simplemente muestra la belleza y la trascendencia de la capital sin alardes ni exaltaciones, cuenta con sencillez su papel crucial en la historia pasada y presente de España.

La extensa superficie de Madrid y su amalgama de gentes quizá diluye la unión que otro español puede sentir hacia sus recatados territorios o sus afines paisanos. La educación impartida en esta comunidad tampoco se ha volcado en explicar la propia región, y menos aún ha realizado apología de sus virtudes y sus singularidades como han hecho otras comunidades. Pero Madrid posee tanto carisma o más que muchos otros lugares; su fisonomía es amplia y variada, quizá no como la de una madre o una novia, pero sí como la de toda una biografía amorosa. No sólo la historia, sino el presente de Madrid puede despertar el orgullo de cualquier madrileño que aún crea que la capital es básicamente tráfico, "vuelva usted mañana" y Agua, azucarillos y aguardiente.

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Las numerosas contradicciones que encierra esta ciudad, desde su "de todos y de nadie" hasta la propia aseveración de Luis Carandell, se resuelven en el sentimiento de amor-odio de muchísimos madrileños. Para gran parte de la población, Madrid es esa amante fatal, compartida y e inaprehensible, sin la que no se puede estar ni vivir con ella. Odiar esta ciudad es tan lícito y propio como desearla. Lo importante es no sentirnos indiferentes en este lugar, porque tiene mil motivos para no dejarnos impasibles. Lo crucial es conocer esas razones. La exposición del Centro Cultural nos ayuda a comprender la auténtica personalidad de nuestra villa. Nos acerca a la intimidad de una ciudad que nos contempla y a la que miramos cada día sin llegar a intimar. Entrar en el Madrid oculto bajo las cascadas de Colón es como meterse bajo las faldas de una mujer que, quizá sin saberlo, es ya la de nuestra vida.

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