Intimidades con paisaje
Bella y apasionante colección de viajes la de Latitudes/National Geographic, que ha lanzado en España RBA. Los tres primeros volúmenes de esa colección, pequeños libros de centenar y medio de páginas, en edición cuidada, con tapa dura y evocadora ilustración en la portada, son -podría parecer que paradójicamente, visto el género- tres deliciosas inmersiones en otras tantas intimidades: la de la veterana viajera Jan Morris, la del escritor y director David Mamet y la del también escritor y neurólogo Oliver Sacks, el autor de El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. Los tres libros constituyen a la vez periplos a tres maravillosos lugares del mundo: el Gales rural, Vermont, al norte de Estados Unidos, y Oaxaca y sus alrededores, en México. Son, por tanto, tres viajes, pero mucho más: la unión emocional de un autor con un lugar. Ésta es la filosofía de la colección, que proseguirá con libros sobre Chateau Marmont, Japón y Barcelona, al ritmo de seis títulos al año.
En el caso de Jan Morris, el antiguo oficial británico del 9º Regimiento de Lanceros de la Reina reconvertido tras un cambio de sexo en 1972 en escritora viajera -autora de Venecia-, se trata de una visita a su casa en el noroeste de Gales, punto fijo (y amado) de una existencia nómada. Morris nos introduce en su hogar y de paso, con mucha sensibilidad e ironía, en el modo de ser galés -del que ella es buen ejemplo-, la geografía y la historia del país. Por su parte, Mamet, el gran dramaturgo y guionista, hace algo muy parecido en Al sur del Edén con respecto a Vermont, donde desde hace cuarenta años tiene casa, entre bosques, nieve y vecinos insólitos, incluido un alce y un carpintero de origen alemán que le construyó el granero y que había sido piloto de planeadores de la Luftwaffe durante la II Guerra Mundial. El tercer personaje, Oliver Sacks, autor de Diario de Oaxaca, no nos lleva a su casa, pero la excursión por el campo mexicano con él y con un grupo de inolvidables fanáticos de la botánica nos conduce, sin embargo, a descubrir algunos de los rincones más íntimos del alma del científico, como su extravagante amor a las plantas, especialmente los licopodios, las colas de caballo (Equisetum) y las criptógamas Selaginella y Psilotum, y su concepto de las relaciones sociales. No en balde el libro se presenta como un diario.
La casa de Morris en Gales,
que
comparte con su ex mujer y ahora compañera, Elizabeth, está hecha de pizarra, piedra, madera y melancolía. Se llama Trefan Morys, está cerca del pueblo de Llanystumdwy y es parte -los antiguos establos reformados- de una vieja propiedad vinculada a la legendaria memoria del gran poeta medieval Collwyn ap Tangno, así que hunde sus raíces en la tierra y la historia galesas. Haciendo gala de la hospitalidad del país, la escritora nos invita a recorrer la casa, señalando las vigas "que transpiran olor a madera y a mar", y en las que ha colocado maquetas de barcos, o el armario abarrotado de mapas; a conocer a su gato noruego, Ibsen, o a envidiar su biblioteca, de cerca de ocho mil volúmenes, incluidos ejemplares firmados por Ruskin o Doughty. El librito es delicioso: Morris cuenta historias sobre los trasgos (tylwyth teg) o los sapos que te cuentan los dientes, o los fantasmas de poetas, o su propia tumba, en un islote, cuya lápida ya tiene preparada... Pese al enorme lirismo que Morris vuelca en la descripción de las agrestes tierras galesas y su vida doméstica, resulta divertido observar que debe ser la única escritora de viajes, y venerable abuelita, a la que el fango le hace pensar en los campos de batalla de la I Guerra Mundial y la polvareda de un camino le recuerda la que provocaban los coches blindados de Lawrence de Arabia en los desiertos de Nejd.
El Vermont de Mamet, donde se instaló hace cuarenta años, explica, "porque es variopinto, distante, un desafío y el hogar perfecto para un escritor", es como una de esas maravillosas colchas hechas de retazos: un lince que cruza la carretera, las hechuras de la arquetípica casa veraniega de madera de Vermont (la del autor, en la localidad de Cabot, al noroeste, tiene 200 años), la tarta de manzana elaborada en la omnipresente cocina de leña, la temporada de caza de la hembra del gamo con arco o rifle, el médico rural, el Catálogo de artículos de acampada de 1938, el vecino nonagenario miembro de la Sociedad Americana de Zahoríes, el olor a cobre del frío en el fondo de la nariz o los aullidos del ciervo al ser desgarrado por los lobos. Imágenes e historias fragmentarias que parecen desbordar en la imaginación del gran guionista pidiendo a gritos un desarrollo.
El tono elegiaco pastoral -que diría Hamlet- , con notas horacianas y waldenianas ("el bosque purifica", "cuando los árboles mudan las hojas en Vermont es uno de los pocos acontecimientos en la vida que resultan imposibles de sobreestimar", "los oficios artesanales florecen en Vermont porque crecen en una atmósfera de virtud"), se alterna con la ironía y el humor. Late detrás un gran tema, el del carácter nacional, el del sentimiento de comunidad, con el añadido del trauma del 11-S, junto a una crítica radical a la Administración y la plutocracia americanas.
Oliver Sacks se embarcó en 2000 en un viaje a Oaxaca con los miembros de American Fern Society, consagrada al estudio de los helechos, como un afectado más de la pteridomanía, la pasión por esos vegetales. En la zona de Oaxaca, incluido Itxlán, se encuentran más de setecientas especies, y Sacks disfruta como uno más de la excursión -que ofrece otros muchos atractivos culturales y paisajísticos-, pero seguramente por deformación profesional no puede dejar a la vez de analizar al grupo (en el que hay, anota, dos parejas lesbianas y una gay) y a sus miembros, él incluido. El resultado es un libro muy divertido, lleno de curiosidades científicas -la sutil reproducción de las criptógamas, las plantas alucinógenas de México, la semilla de ricino, cuyo veneno es mil veces más tóxico que el de la cobra- y del que pervive en la mente del lector la imagen de esos fanáticos de los helechos en su correría vegetal mexicana entre un paisaje sembrado de escrofularias y lobelias. Uno no deja de admirarlos, aunque hay que reconocer que es difícil comulgar con sus placeres: "Una parte del goce que uno obtiene al recoger helechos", recalca Sacks, "consiste en dar la vuelta a los frondes fértiles y examinarles los esporangios".
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