Lobos feroces
Joan Clos, alcalde de Barcelona, ha cometido la temeridad de enviar una carta a mis hijos. Ignoro si es legal o no utilizar los bancos de datos municipales para entablar comunicación epistolar con menores de edad, pero sepa el señor alcalde que estoy muy dolido. No me gusta que, a mis espaldas, mis hijos y el alcalde (del partido que sea) se carteen. Al principio, pensé que se trataba de una buena noticia: la inauguración de una escuela, un servicio para atender a los niños en época de vacaciones, un parque en el que no predomine la impune ley de los perros y en el que mis hijos puedan jugar, medidas para castigar a los que se dejen las alarmas conectadas y les despiertan cada dos por tres... Pero no. En un texto de 23 penosas líneas, las misivas comunican a mis hijos (una carta para cada hijo) que él, Clos, ha recibido la visita del paje Gregori para ultimar los preparativos de la cabalgata que se celebrará hoy (salida desde el Portal de la Pau). Como es habitual en la prosa municipal, el sentido del ridículo brilla por su ausencia. Para terminar la carta, por ejemplo, se recurre a una fórmula que mis abogados están estudiando por si fuera constitutiva de delito: "Un petó dels grans". La imagen de Clos besuqueando a mis hijos (ante la mirada cómplice del paje Gregori) no me deja dormir.
Mi indignación ha ido aumentando y, por la propia seguridad de mis conciudadanos, no acudiré a la cabalgata para evitar males mayores y expresar, a cacerolazo limpio, mi desacuerdo con estas públicas manifestaciones de falsedad organizada y por el uso que se hace de fondos públicos en chorradas como la carta de marras. Esta noche, pues, me dedicaré a lo de siempre: preparar la comida y la bebida para los Reyes y camellos ful, como ya hice con los dichosos renos del barbudo y no menos cargante Papá Noël. De la carta a los Reyes que han escrito mis hijos no tengo quejas. Han optado por un texto ejemplar: "Estimats Reis: Porteu-me el que vulgueu". Puede parecer una forma de contención del gasto, pero no: Papá Noël consiguió saturarles con varios juguetes entre los que destaca, por su dimensión metafórica y especificidad estética, el Supermúsculo-Monsters Electrónico en su versión Lobo Feroz. La empresa, Bizak, es vizcaína, aunque la fabricación es cien por cien china. Intentaré describírselo. Es un monstruoso lobo. Altura: 33 centímetros. Complexión: cachas. Cabeza, tronco y brazos de goma blanda. Resto del cuerpo, de plástico sólido. Característica física más notable: un agujero en la mejilla por el que, si le estrangulas, aparece, cual derrame encefálico, un amarillento globo de masa gelatinosa. En la caja que envuelve el producto puede leerse: "¡Tu Supermúsculo Monster ya está preparado para sus horripilantes sustos! Estíralo, agítalo, aprieta su cabeza (¡pero no demasiado bruscamente!, y comienza la diversión)". Porque la gracia del invento consiste en estirarle los brazos y espachurrar la cabeza al pobre bicho para que le supure por la mejilla el repugnante globo. Las instrucciones no dejan lugar a dudas: "No retuerzas los brazos o la cabeza. El material de su piel está preparado exclusivamente para que se estire o se apriete. El retorcerlo cortará su piel".
Como ven, las posibilidades sólo prevén unos malos tratos selectivos. Y añade: "No pises la cabeza de tu Supermúsculo Monster. ¡Ello produciría la rotura del efecto globo! No está diseñado para situaciones extremas". Pues si llega a estarlo, pienso mientras veo como mi hijo, al que no le he dicho nada de la carta de Clos para que en el futuro pueda acusarme de violación de correspondencia, le retuerce el pescuezo contemplando, fascinado, el globo lleno de vísceras. Se me olvidaba decirles que cuando se le estiran los brazos y se le estruja la cabeza, el lobo aúlla como aullaría cualquier mamífero en su lugar. Buscando una explicación lógica al invento, descubro que el propósito del juguete consiste en que los niños pierdan el miedo a los monstruos. La solución al terror infantil, pues, pasa por convertirlos en torturadores de monstruos a los que aplican martirios que no se veían desde los espectaculares rituales romanos. No tengo nada contra la violencia de ficción. La he practicado de niño y me ha reportado grandes satisfacciones. Pero hay algo en la expresión del Supermúsculo y en sus aullidos que me estremece y afecta. Sobre todo cuando le veo, descansando en esa caja en la que, impreso, puede leerse: "¡Divertidamente terroríficos!", una expresión gramaticalmente dudosa pero que podría servir para definir la carta de Clos. Una carta que quizá tenga la misma finalidad que el monstruo: lograr que superemos nuestros más oscuros terrores adultos. En este caso, el terror a una Administración frívola y autocomplaciente.
Joan Clos, alcalde de Barcelona, ha cometido la temeridad de enviar una carta a mis hijos. Ignoro si es legal o no utilizar los bancos de datos municipales para entablar comunicación epistolar con menores de edad, pero sepa el señor alcalde que estoy muy dolido. No me gusta que, a mis espaldas, mis hijos y el alcalde (del partido que sea) se carteen. Al principio, pensé que se trataba de una buena noticia: la inauguración de una escuela, un servicio para atender a los niños en época de vacaciones, un parque en el que no predomine la impune ley de los perros y en el que mis hijos puedan jugar, medidas para castigar a los que se dejen las alarmas conectadas y les despiertan cada dos por tres... Pero no. En un texto de 23 penosas líneas, las misivas comunican a mis hijos (una carta para cada hijo) que él, Clos, ha recibido la visita del paje Gregori para ultimar los preparativos de la cabalgata que se celebrará hoy (salida desde el Portal de la Pau). Como es habitual en la prosa municipal, el sentido del ridículo brilla por su ausencia. Para terminar la carta, por ejemplo, se recurre a una fórmula que mis abogados están estudiando por si fuera constitutiva de delito: "Un petó dels grans". La imagen de Clos besuqueando a mis hijos (ante la mirada cómplice del paje Gregori) no me deja dormir.
Mi indignación ha ido aumentando y, por la propia seguridad de mis conciudadanos, no acudiré a la cabalgata para evitar males mayores y expresar, a cacerolazo limpio, mi desacuerdo con estas públicas manifestaciones de falsedad organizada y por el uso que se hace de fondos públicos en chorradas como la carta de marras. Esta noche, pues, me dedicaré a lo de siempre: preparar la comida y la bebida para los Reyes y camellos ful, como ya hice con los dichosos renos del barbudo y no menos cargante Papá Noël. De la carta a los Reyes que han escrito mis hijos no tengo quejas. Han optado por un texto ejemplar: "Estimats Reis: Porteu-me el que vulgueu". Puede parecer una forma de contención del gasto, pero no: Papá Noël consiguió saturarles con varios juguetes entre los que destaca, por su dimensión metafórica y especificidad estética, el Supermúsculo-Monsters Electrónico en su versión Lobo Feroz. La empresa, Bizak, es vizcaína, aunque la fabricación es cien por cien china. Intentaré describírselo. Es un monstruoso lobo. Altura: 33 centímetros. Complexión: cachas. Cabeza, tronco y brazos de goma blanda. Resto del cuerpo, de plástico sólido. Característica física más notable: un agujero en la mejilla por el que, si le estrangulas, aparece, cual derrame encefálico, un amarillento globo de masa gelatinosa. En la caja que envuelve el producto puede leerse: "¡Tu Supermúsculo Monster ya está preparado para sus horripilantes sustos! Estíralo, agítalo, aprieta su cabeza (¡pero no demasiado bruscamente!, y comienza la diversión)". Porque la gracia del invento consiste en estirarle los brazos y espachurrar la cabeza al pobre bicho para que le supure por la mejilla el repugnante globo. Las instrucciones no dejan lugar a dudas: "No retuerzas los brazos o la cabeza. El material de su piel está preparado exclusivamente para que se estire o se apriete. El retorcerlo cortará su piel".
Como ven, las posibilidades sólo prevén unos malos tratos selectivos. Y añade: "No pises la cabeza de tu Supermúsculo Monster. ¡Ello produciría la rotura del efecto globo! No está diseñado para situaciones extremas". Pues si llega a estarlo, pienso mientras veo como mi hijo, al que no le he dicho nada de la carta de Clos para que en el futuro pueda acusarme de violación de correspondencia, le retuerce el pescuezo contemplando, fascinado, el globo lleno de vísceras. Se me olvidaba decirles que cuando se le estiran los brazos y se le estruja la cabeza, el lobo aúlla como aullaría cualquier mamífero en su lugar. Buscando una explicación lógica al invento, descubro que el propósito del juguete consiste en que los niños pierdan el miedo a los monstruos. La solución al terror infantil, pues, pasa por convertirlos en torturadores de monstruos a los que aplican martirios que no se veían desde los espectaculares rituales romanos. No tengo nada contra la violencia de ficción. La he practicado de niño y me ha reportado grandes satisfacciones. Pero hay algo en la expresión del Supermúsculo y en sus aullidos que me estremece y afecta. Sobre todo cuando le veo, descansando en esa caja en la que, impreso, puede leerse: "¡Divertidamente terroríficos!", una expresión gramaticalmente dudosa pero que podría servir para definir la carta de Clos. Una carta que quizá tenga la misma finalidad que el monstruo: lograr que superemos nuestros más oscuros terrores adultos. En este caso, el terror a una Administración frívola y autocomplaciente.
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