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Columna
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La trampa del discurso

De la extraña representación teatral que dio lugar, hace ya una semana, a la aprobación de los presupuestos del Gobierno vasco para el año 2003 deberían extraerse algunas consecuencias. Ante todo, no convendría insistir en la tardanza de Mayor Oreja, en su presumible desesperación mientras concluían las votaciones. En contra de lo que pensarán sus adversarios, es muy posible que Mayor ya haya purgado su culpa: vivimos en una democracia que no es parlamentaria, vivimos en una democracia mediática (cuya práctica ha rentabilizado a menudo el ex ministro) y su semana habrá sido lo suficientemente dolorosa como para no insistir en el asunto. Quizás en política no exista la piedad, pero sí debe existir entre quienes aún no vivimos completamente absorbidos por ella.

Mayor Oreja llegó tarde al Parlamento. El error es tan ridículo que, en el fondo, nos ha estremecido a todos, porque intuimos que a cualquiera podría habernos pasado lo mismo (si no es que ya nos ha pasado, en nuestra vida profesional). Mucho peor resulta la desidia de su grupo parlamentario, incapaz de improvisar una maniobra dilatoria que le permitiera ganar tiempo. Eso sí que resulta imperdonable. En el error de Mayor Oreja hemos detectado al fin a un ser humano, a una persona capaz de clamorosas, tiernísimas meteduras de pata. En fin, que en su torpeza nos hemos visto a nosotros mismos y esto ha hecho de Mayor (un mecano inflexible, imperturbable, metálico) algo más humano.

A la imperdonable omisión de su grupo parlamentario se unió la no menos imperdonable tergiversación de los medios de comunicación progubernamentales: el error del héroe era explicable por la perfidia nacionalista, y su petición de perdón, una demostración de grandeza que a nadie más habrían reconocido tras una actuación tan lamentable. Por otra parte, los mismos medios no han escatimado recursos para descalificar la aprobación presupuestaria, entre ellos, el argumento de la inexistencia de democracia en Euskadi.

Es rigurosamente cierto que entre nosotros existe un déficit democrático. Existe y existirá en tanto en cuanto siga habiendo una banda terrorista que asesina, amenaza y extorsiona, y en tanto en cuanto algunos partidos democráticos vean absolutamente condicionada la vida de sus cargos públicos. Pero resulta peligroso deslizarse desde esa constatación hasta la afirmación de una ausencia total de democracia. El afán por atacar a los partidos actualmente en el Gobierno autonómico está llevando a los estrategas del PP, y a algún socialista irresponsable, a descalificar sistemáticamente las instituciones vascas. Y deberían tener cuidado, porque las instituciones pertenecen a toda la ciudadanía, y la ciudadanía puede acabar concentrándose en una posición de resistencia frente al acoso conjunto de medios de comunicación no vascos e instituciones no vascas, generándose a la postre una dialéctica estrictamente nacional. Eso fue lo que ocurrió el 13 de mayo, en un escenario inmejorable para el nacionalismo vasco, y que la oposición fue incapaz de interpretar no ya antes, sino incluso después de la elección.

Y es que el discurso de la ausencia de democracia en Euskadi está cayendo definitivamente en el sainete. Una oposición que no cuenta con suficiente respaldo electoral en el País Vasco, pero sí con todos los resortes del Estado, no encuentra más alternativa que utilizar sistemáticamente los tribunales como herramienta política (una nueva perversión del sistema) y reiterar un discurso merecedor de figurar en la antología del disparate. Uno tiene derecho a quejarse cuando las cosas no le van bien en política, pero si acepta las reglas democráticas no puede comportarse como un niño malcriado que repite día tras día la misma pataleta: éste es un país con elecciones-trampa, con un Parlamento-trampa cuyo reglamento-trampa permite votaciones-trampa, un país lleno de articulistas-trampa que escriben artículos-trampa y donde una opinión pública-trampa no deja de emitir reflexiones-trampa que generan un clima-trampa que nos entrampa siempre a los mismos, a los impecables demócratas de toda la vida. Si esta letanía pareció en algún momento una forma de hacer política, sinceramente, hace ya mucho tiempo que dejó de parecerlo.

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