La vida potencial
Mientras John Irving escribía Una mujer difícil en su domicilio de Nueva Inglaterra, Majgull Axelsson trabajaba en la redacción de La bruja de abril en algún lugar de Suecia. En aquella novela, Irving contaba la historia de una niña venida al mundo para llenar el vacío dejado por sus dos hermanos, muertos en accidente. En ésta, Axelsson nos presenta a una inválida que fue abandonada al poco de nacer y cuyo hueco ha sido ocupado por las tres chicas a las que algo después adoptó su madre. Curiosa (y por supuesto casual) simetría la de ambos planteamientos, que por distintos caminos nos llevan al análisis de la relación que se establece entre el ser humano y su entorno inmediato, la familia.
LA BRUJA DE ABRIL
Majgull Axelsson Traducción de Jesús Pardo Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2002. 589 páginas. 16,83 euros
Salta a la vista que la familia de Desirée Johansson, la protagonista y narradora de la historia, es cualquier cosa menos convencional. Durante unos años, Ellen, su madre, acogió en su casa a Christina, Margareta y Birgitta. Luego, una grave enfermedad la recluyó en un hospital, y las tres chicas fueron devueltas a sus madres biológicas o reasignadas a nuevas familias. En todo ese tiempo, Ellen jamás se interesó por la suerte de su verdadera hija, quien, debido a su grave lesión cerebral, ha vivido siempre en residencias para minusválidos y últimamente sólo puede comunicarse con el mundo mediante un ordenador que traduce en palabras sus pensamientos. La casualidad hará que pase a ocuparse de Desirée un médico, el doctor Hubertsson, que con anterioridad había subarrendado una habitación en la casa de Ellen. A través de Hubertsson, Desirée averiguará cómo ha sido la vida que han llevado su madre y sus hermanas, y esas averiguaciones la llevarán a imaginar una existencia potencial, la existencia que le habría correspondido en el caso de haber nacido sana.
Con un planteamiento así, La bruja de abril no puede ser sino imaginación en estado puro y, al mismo tiempo, metáfora de la propia imaginación. Reducidas al mínimo sus funciones vitales, convertida Desirée en un organismo inmóvil y capaz sólo de imaginar, sus limitaciones la transforman (ahí está la paradoja) en un ser de libertad irrestricta, en una suerte de demiurgo facultado para crear y moverse libremente por un universo mucho más vasto que el universo real. ¿Metáfora nada más de la imaginación o también del hecho mismo de narrar? Su omnisciencia es la omnisciencia del novelista, y esa necesidad suya de vivir otras vidas y prolongarse de forma vicaria en sus personajes está en el origen de toda narración. Pero La bruja de abril no sería la excelente novela que es si su autora se hubiera limitado a dar por buena la brillantez teórica de su propuesta. Además de eso está la inmensa piedad que inspiran a la narradora sus contradictorias y desvalidas criaturas, una piedad franca y generosa que en ningún momento deriva hacia la autocompasión, lo que resulta llamativo dadas las circunstancias en que se desenvuelve la vida de Desirée. Es La bruja de abril una obra iluminada por la grandeza: grandeza espiritual y literaria. Sería injusto que una novela así pasara inadvertida para el lector español.
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