El archipiélago europeo
La cultura ha ocupado recientemente el centro de las reflexiones sobre las relaciones internacionales. Los expertos y comentaristas, al analizar los principales problemas de la política exterior, ya no se limitan a hablar de estrategia, geopolítica, recursos económicos y fórmulas políticas, sino que cada vez con mayor frecuencia afrontan también la dimensión cultural.
Esto, a simple vista, parecería un enriquecimiento, un necesario perfeccionamiento de los instrumentos de análisis y de acción política, que desde luego no deberían prescindir de este componente esencial de la vida del hombre en sociedad, es más, de su misma naturaleza. El problema es que hoy la cultura se ve principalmente como un elemento no sólo de diversificación objetiva, sino de división, de conflicto. En la visión, ya muy difundida, aunque inevitablemente en su forma más superficial y vulgarizada, contenida en el famoso ensayo de Huntington sobre el "choque de civilizaciones", el mundo se divide en grandes e irreconciliables bloques culturales, destinados a chocar casi inevitablemente en los puntos geográficos de contacto (considero que el hecho de que Huntington defina estas zonas con el término "fallas", típico de la terminología sísmica, refleja precisamente esta pretendida inexorabilidad científica del modelo).
La reciente irrupción en la escena mundial del fenómeno de un nuevo terrorismo de inspiración islámica parece confirmar estas teorías, que inducen a trazar, con una gran dosis de fatalismo, el inquietante cuadro de un conflicto generalizado y prolongado entre el islam y Occidente, un conflicto que, dada su naturaleza cultural (y, hay que añadir, religiosa), no admite compromisos, no permite tener esperanza en treguas o pacificaciones definitivas.
Aun sin querer apoyar estos vastos y apocalípticos supuestos, la cultura se concibe hoy, cada vez más a menudo, y también dentro de cada sociedad, incluidas las democráticas, como algo atribuible a la búsqueda de una identidad que permita constituir una especie de núcleos de resistencia contra el efecto de aplastamiento de la sociedad contemporánea, y en particular contra la homologación universal que, según algunos, podría ser la inevitable consecuencia de la globalización. El problema se ve agravado por el hecho de que la reivindicación de una especificidad cultural propia por parte de grupos concretos puede llevar, aun cuando no se traduzca en impulsos que tiendan a la fragmentación política de los Estados, a un cierre hostil y a menudo agresivo frente a los diferentes, es decir, a los portadores de otras culturas. Durante mucho tiempo los europeos han mirado con ojos extremadamente críticos a la sociedad norteamericana, una sociedad donde la naturaleza étnica y culturalmente compuesta de la población no siempre se ha traducido en un armonioso crisol de pueblos, el llamado melting pot. Este mismo problema ha llegado hoy a nuestra casa, y por lo tanto, también nosotros tenemos que hacer frente a un doble problema de relación entre culturas: interior y exterior.
¿Cómo gestionarlo? Una respuesta aparentemente noble y humanista la han proporcionado los proyectos de asimilación que se identifican sobre todo con las tradiciones de la Revolución Francesa. Sólo existen el Estado, democrático, y el ciudadano, libre. Todas las demás determinaciones (étnicas, religiosas, sociales) constituyen datos puramente personales y no tienen que traducirse en culturas alternativas, que acabarían por romper la homogeneidad de la nación. Pero aunque plena igualdad y no discriminación son valores indudablemente positivos, no tenemos que dejarnos engañar sobre la validez político-moral, y sobre la factibilidad, de un diseño asimilacionista: en primer lugar, hay que decir que las características culturales del "ciudadano" son en realidad las del grupo original; por lo tanto, la asimilación no es ni un pacto ni un encuentro, sino una transposición de culturas y valores. Por otra parte, ¿qué se puede hacer cuando alguien, y sobre todo algún grupo, no quiere ser asimilado?
¿Y entonces? Entonces quizá el camino justo sea el opuesto, el de una "diferenciación" respetuosa con la pluralidad cultural. Una diferenciación que prevé espacios, instituciones, reglas distintas, incluso dentro de un mismo territorio, para grupos que son diferentes en el aspecto cultural y religioso. También esta respuesta multicultural parece a simple vista inspirada en elevados principios humanistas, aunque en este caso, a diferencia de la propuesta asimilacionista, se privilegia la libertad sobre la igualdad. ¿Todo bien, por lo tanto? Por desgracia, también este camino, si se recorre de forma integral, está plagado de trampas y contradicciones. ¿Cómo garantizar que los espacios multiculturales no se conviertan en guetos? ¿Cómo asegurar que una ley común puede garantizar la convivencia? ¿Cómo impedir que dentro de cada comunidad se coaccione a los individuos para que asuman esquemas de comportamiento que no asumirían libremente?
¿Y qué decir si proyectamos esta alternativa en el plano global? ¿Debemos propiciar una unificación cultural del mundo? ¿Será que el único modo de tener una paz duradera es realizar un diseño cosmopolita, con una única lengua, con una cultura universal y valores unificados? La perspectiva no parece muy cautivadora. Es más, creo que el objetivo de protección de la biodiversidad debería extenderse del mundo natural al de la cultura.
Y sin embargo sentimos intensamente, aunque no compartimos las tesis demasiado esquemáticas y apocalípticas de Huntington, que el problema de la relación entre culturas requiere un empeño colectivo para impedir que la diversidad cultural, que es en sí un valor positivo, se convierta en cierre, en negación del otro, en conflicto.
Si analizamos la naturaleza de lo que podríamos definir como "propuesta europea" -una propuesta desarrollada gradualmente a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial, pero que tiene unas raíces mucho más lejanas- vemos que contiene un claro objetivo de compatibilizar la diversidad con un proyecto común, la pluralidad de culturas y tradiciones con un cuadro de convergencias tanto de políticas como de ideales. La propuesta europea evita ambos extremos: asimilacionismo y diferenciación. No pretende ni prevé una unificación de la cultura, de las lenguas, de las religiones. Son igualmente erróneas, por un lado, la caricatura de la integración europea como si estuviera destinada a producir un Superestado de tendencias monolíticas incluso desde el punto de vista cultural y, por otro, la caricatura de un continente destinado a convertirse en una Babel de tribus que viven en un mismo espacio, pero que sólo se comunican en un terreno de intercambios comerciales y exigencias materiales, sin compartir nada en el plano ideal.
Creo, en cambio, que es necesario insistir sobre un concepto fundamental. La esencia cultural de Europa, en sus orígenes, pero también en su realidad contemporánea, es la diversidad, la pluralidad de componentes culturales, religiosos, políticos. Su polifonía. El hecho, por citar a un filósofo italiano, Massimo Cacciari, de ser un archipiélago, en el sentido de evitar tanto la uniformidad del continente como la autorreferencia de las islas totalmente separadas entre sí. Cacciari escribe: "El archipiélago europeo existe en razón de este doble peligro, realizarse en un espacio ordenado jerárquicamente, o bien en individualidades inhóspitas, 'idiotas', incapaces de buscarse y volverse a llamar, en partes que ya no tienen nada que compartir". Y esta particularidad es a la vez la gran fuerza de Europa, que explica que a través de los acontecimientos históricos, a veces trágicos, que ha vivido haya mantenido la vitalidad típica de los organismos que saben enriquecerse con la contribución de muchos nutrientes, de diferentes impulsos. Europa siempre ha demostrado en su propia historia la verdad de lo que sostiene la Unesco: que toda la cultura es intercultural. Como ha escrito el gran sociólogo Zygmunt Bauman: "Nosotros los europeos hemos crecido en la variedad, y pasamos la vida en la diferencia".
Llegados a este punto hay que señalar que si pasamos del ámbito filosófico al político-constitucional, se trata de una inspiración europea de base federalista. A esto hay que añadir la otra característica fundamental de Europa: su inquieta proyectividad, su constante empuje hacia el futuro. También en este caso, como en el del pluralismo, estamos en el extremo opuesto al cierre y al estatismo, y en el punto máximo en cuanto a capacidad de dialogar, transmitir, absorber y crecer.
Y entonces, quizá Europa puede no sólo vivir en su propio proyecto, sino también proponer al mundo un modelo que es exactamente lo contrario a un esquema estandarizado, ya que es un modelo de crecimiento permanente, de diálogo abierto, de respeto por la diversidad, pero también de aspiración a una convivencia no superficial y rica en idealismos. Quizá también, en el aspecto terminológico, podríamos contribuir a aclarar la aparente contradicción entre impulso unitario y realidad múltiple. No habrá una cultura europea: Dante seguirá siendo italiano; Shakespeare, inglés; Cervantes, español. Y tampoco habrá una lengua europea, cualesquiera que sean las decisiones prácticas para garantizar una comunicación accesible a todos. Seguiremos produciendo arte nacional, cocina nacional, fórmulas políticas nacionales. Pero existe una civilización europea, una civilización que se caracteriza precisamente por un continuo intercambio entre culturas diferentes. Sobre esto, y no precisamente sobre el respeto a cada cultura, no podemos ser relativistas, en el sentido de que en el momento en que en nuestro continente se intentara -como ocurrió por ejemplo con el diseño del Tercer Reich o con el estalinista- imponer un único modelo, un único sistema de valores, una única ideología, sería la propia civilización europea la que estaría amenazada de nuevo. Que en esto se nos permita ser intransigentes.
La propuesta europea, hay que decirlo muy claramente, no tiene valor sólo como base para la integración del continente, para definir las relaciones entre naciones y culturas europeas. Creo que también, en su respeto por la diversidad combinada con la búsqueda de reglas comunes, puede ofrecer una importante contribución a la difícil búsqueda de una gobernabilidad mundial en la época de la globalización. Para que no se persigan proyectos funestos de aplastamiento cultural del mundo basándose en algunos estándares fuertemente difundidos por una comunicación y un comercio global, pero también para evitar la resignación respecto a una diversidad experimentada como incomprensión, hostilidad y conflicto.
En conclusión, la propuesta europea es una propuesta universal no porque se base en la pretensión de imponer una determinada cultura, sino porque indica la posibilidad concreta de una convivencia global basada en el respeto a la dignidad y el valor de una pluralidad de culturas en un mundo cada vez más unido por la economía y la tecnología, pero (permítanme que diga: por suerte) tercamente ligado a sus propias diversidades.
Roberto Toscano es diplomático italiano.
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