La fiesta de Lula
Brasil inauguró ayer una nueva experiencia política: la de un presidente de izquierdas, Luis Inácio Lula da Silva, que promete impulsar la economía y tomar drásticas medidas sociales. Arropado por una enorme esperanza popular, Lula mostró ayer en la toma de posesión su doble faceta de soñador y realista. Insistió en la idea del cambio, "con valor", pero "con cuidado", "con humildad y con audacia" y de forma "gradual". En un país que cuenta con 54 millones de pobres, un tercio de la población, ha prometido lanzar una "lucha nacional contra el hambre", doblar el salario mínimo y crear 10 millones de empleos en cuatro años, luchar contra el extremo agravamiento de la inseguridad ciudadana y, a la vez, mantener la ortodoxia en las cuentas públicas, a la que se ha comprometido ante el Fondo Monetario Internacional.
Para cumplir sus promesas necesita que Brasil exporte más, pero también atraer a los inversores, incluidos los propios brasileños, cuando los mercados están mirando con lupa todos los gestos de Lula. El nuevo presidente recibe al menos de su predecesor, el socialdemócrata Fernando Henrique Cardoso, una herencia sustancial, pues el sociólogo devenido político logró acabar con la hiperinflación, aumentar el gasto social y la recaudación de impuestos, aunque la ortodoxia de su segundo mandato chocó contra el muro de la recesión y provocó esa demanda de "cambio", dentro del pleno respeto a la democracia, confirmado en esta pacífica y modélica alternancia.
Cardoso tuvo el mérito añadido de volver a poner en el mapa a la undécima potencia económica del mundo. Lula ha entendido que la recuperación de Brasil requiere un entorno estable, y de ahí su apuesta por reforzar las relaciones con Argentina y Chile y por impulsar un salto cualitativo para Mercosur, rechazando, mientras Washington mantenga una política proteccionista, el proyecto continental del Área de Libre Comercio de las Américas. Es de esperar que Washington, como formalmente indicó ayer, colabore con el nuevo Ejecutivo brasileño.
Lula ha ganado la presidencia con más votos y despertado más ilusiones que ninguno de sus predecesores. Ayer fue la fiesta de lo que llamó "generaciones de soñadores", cuya "esperanza finalmente venció al miedo". El nuevo presidente asumió sus funciones en olor de multitudes, y como símbolo de ese cambio, el popular cantante Gilberto Gil como ministro de Cultura a su vera. Pero las dificultades que afronta son tan enormes como su gigantesco y complejo país, y Lula no las escondió.
Su Partido de los Trabajadores (PT ) se ha convertido en la primera fuerza política, pero sin una presencia suficiente para gobernar en solitario. El gabinete de coalición que ha forjado es abierto, pero no tan amplio como hubiera deseado, ni en un país descentralizado controla suficientemente las gobernadurías locales. Debido a esta debilidad, el mayor riesgo es que Lula se convierta en un Fox brasileño de izquierdas, paralizado en su proceso de reformas. Dada su trayectoria y la seriedad demostrada en la campaña electoral y en el periodo de traspaso de poderes, no parece que vaya a caer en la tentación populista de su vecino Hugo Chávez, ayudado por el petróleo brasileño ante la paralización de la empresa nacional venezolana.
La presidencia del ex sindicalista Lula viene a confirmar el ascenso de políticos de origen popular no sólo en Brasil, sino en otros países del continente. Pero lo que inaugura Lula es, ante todo, el intento de diseñar un modelo que traduzca en políticas el principio de que la lucha contra la desigualdad social no es ya una consecuencia, sino una condición previa para el crecimiento económico de la zona. Si lo logra, abrirá un nuevo camino para Brasil y para toda América Latina, el continente con mayor desigualdad social del mundo, una tara que se ha convertido en una traba central para su desarrollo. Tras una década de apostar sólo por la ortodoxia, ése es el cambio que puede significar Lula.
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