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Columna
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Inocentes

Los hombres, decía G. K. Chesterton, cuando dejan de creer en Dios pasan a creer en todo, a creérselo todo. Inocentes. Los dioses se han marchado y han dejado su lugar a una patulea de farsantes de todas las especies, magos de bola y túnica estupefaciente y brujas de barraca como las que contrata un tal Sardá. Otro que sale en la televisión y que también es mago o cosa parecida acaba de adivinar, con gran admiración y regocijo de mayores y niños, el número completo del primer premio de la lotería de Navidad. El mago escribió un número que nadie vio, pero está comprobado que no es preciso ver para creer. El supuesto adivino quizás no crea en nada, es muy probable, ni en los dioses sagrados ni muchísimo menos en sus compañeros de oficio y beneficio, pero en lo que, sin duda alguna, creerá a pies juntillas es en nuestra inocencia indesmayable. Por eso es nuestro día. Cada día del año es nuestro día. Nos lo creemos todo. Comulgamos con ruedas de molino. Nos la meten doblada con el fuel del Prestige, con la salud del Papa, con la dura tarea de nuestros centinelas de Occidente, con el pronóstico meteorológico y con los planes de jubilación. Con todo.

Nos lo creemos todo. Comulgamos con ruedas de molino. Nos la meten doblada con el 'Prestige'

Un importante banco lleva varias semanas vendiéndonos un inocente y ventajoso plan de pensiones empleando a unos niños que, inevitablemente, se convierten en niños perversos. Uno de los chiquillos nos cuenta que de mayor será astronauta y, que entre viaje interestelar y viaje interestelar, no va a tener un mísero minuto para cuidar a sus queridos padres, y por lo que respecta a su hermano pequeño, el chaval, por lo visto, no sabe atarse los zapatos solo y es posible que dentro de treinta años continúe sin saberlo. Para que no os preocupéis por vuestro futuro, dice inocentemente el hijo listo, y nosotros tampoco. Para eso están los planes de pensiones dichosos que por una pequeña cantidad puede confeccionarnos a medida el banco. Es todo un canto a la solidaridad este inocente anuncio. Y más en estas fechas navideñas. Dentro de treinta años pasaremos las fiestas en un fastuoso asilo. Y todo gracias a un inocente anuncio de televisión.

Inocentes igual que los santos, o no tan inocentes. Hay en nuestra inocencia, en ese infantilismo que propagan los medios de comunicación y el cine americano sobre todo, algo oscuro y tirando a perverso. Es la credulidad de la que se aprovecha el timador. El egoísmo vestido de inocencia. El autismo moral vestido de inocencia. La idiotez travestida de inocencia. La compañía de comunicación que utilizaba en su publicidad enanos jura que es inocente. Los lanzaban desde el aire y caían. Ya no caen. La corrección política (esa inocencia hipócrita) ha obligado a esconder a los enanos. Por lo visto está mal utilizar adultos de pequeño formato en un anuncio. Nadie critica, en cambio, esos programas de pequeñas estrellas que parecen ideados por viejos pederastas sin remedio. Los enanos, en cambio, resultan ofensivos, nunca son inocentes. El cine de Fellini está lleno de ellos; el director de Rímini los adoraba. El gran poeta gallego Celso Emilio Ferreiro escribió un libro titulado Viaxe ao país dos ananos. Lo cierto es que no tuvo que salir de su país para emprender el viaje.

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