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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Terror en Grozni

El brutal doble atentado suicida checheno en Grozni es otro trágico recordatorio de la fallida política de Vladímir Putin en la república secesionista caucásica. Los mil kilos de explosivos que han reducido a escombros las cuatro plantas del edificio que albergaba la sede del Gobierno prorruso, el complejo más vigilado de la capital, también han pulverizado la fábula del Kremlin según la cual la vida vuelve progresivamente a la normalidad en aquel territorio. El nuevo y espectacular acto terrorista se produce dos meses después de la masiva toma de rehenes en un teatro de Moscú, que se saldó con una matanza de culpables e inocentes y sirvió a Putin para estrechar el control de la situación en Chechenia.

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Vladímir Putin llegó a la presidencia en volandas de la guerra y con la promesa de ponerla fin "en unas semanas", según anunció enfáticamente en su toma de posesión. Las fuerzas rusas han combatido a las guerrillas separatistas desde 1994. Un acuerdo de 1996 dio a la provincia la independencia de facto, pero las tropas de Moscú regresaron en 1999 a sangre y fuego y expulsaron al presidente electo, Aslan Masjádov, ahora un proscrito al que el Kremlin acusa de instigar el terrorismo.

El presidente ruso rechaza airado tanto la negociación como los ofrecimientos occidentales. La última vez, el mes pasado, con ocasión de la cumbre Unión Europea-Rusia, donde Dinamarca, presidencia en ejercicio, advertía que el conflicto no puede ser contemplado exclusivamente como un problema de terrorismo. Esta guerra ha causado decenas de miles de víctimas, la mayoría de ellas civiles inocentes, a manos de los procedimientos a los que con impunidad se aplican los militares y las fuerzas de seguridad rusas, como está documentado por organizaciones humanitarias y pro-derechos humanos. Amnistía Internacional denunciaba hace poco la perversión de un sistema judicial donde la tortura y las condiciones carcelarias inhumanas son moneda corriente.

A la vez, Putin ha establecido un paralelismo oportunista entre el caso checheno y la red Al-Qaeda de Osama Bin Laden. Ambos serían combates globales contra un fundamentalismo sanguinario, al que habría que aplicar los mismos métodos y parecida cooperación; una táctica simplificadora útil para consumo doméstico, pero carente de credibilidad en los medios occidentales a que se destina. Y ello a pesar de que la realpolitik tejida primero en torno a Afganistán y centrada ahora en Irak ha favorecido una inadmisible sordina de los Gobiernos de la UE, España entre ellos, sobre los procedimientos rusos en Chechenia. En este clima de tácita tolerancia, pocas situaciones tan insólitas y deprimentes como el coro de alabanzas con que fue recibido el asalto de las fuerzas especiales rusas al teatro Dubrovka de Moscú, con su corolario de 129 espectadores envenenados y 41 terroristas ejecutados sumariamente por un Gobierno de maneras absolutistas que se pretende democrático. El mismo que mantiene anestesiada a su opinión pública con un cinturón de hierro informativo, recientemente endurecido, sobre lo que sucede en la república caucásica.

La terrible matanza de ayer en Grozni es un eslabón más de la cadena sangrienta que resitúa al caso checheno en sus dimensiones reales: las de una guerra sin reglas e ignorada que las desmoralizadas fuerzas rusas son incapaces de ganar; y que aguarda desde hace años una iniciativa diplomática que sólo Moscú puede impulsar. Pero los proyectos de Putin para la república secesionista caminan exactamente en la dirección opuesta, impulsados por el clima preelectoral que comienza a apoderarse de Rusia. El jefe del Kremlin pretende la próxima primavera un referéndum constitucional para deshacer la autoproclamada independencia, seguido de comicios presidenciales con un candidato de Moscú. En las circunstancias actuales parece una receta más destinada al fracaso.

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