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Columna
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El mayor placer

No seré yo quien me ponga a defender el consumo de tabaco, un consumo que de forma sibilina ha dejado de ser un vicio pecaminoso para convertirse en una adicción patológica. Y no pienso defenderlo porque, en primer lugar, los vicios se defienden solos y no necesitan procuradores. Pero carezco también de la valentía necesaria para enfrentarme al tribunal de la Santa Inquisición de la Salud, una de las instituciones modernas más poderosas y de mayor peligro, capaz de lapidarte por fumar, beber, comer o amar sin tomar antes las necesarias precauciones, precisamente esas precauciones que convierten al vicio en un aburrido hábito doméstico. No, sinceramente no me atrevo, pero quiero levantar aquí una lanza por la lucha personal contra el hábito del tabaco, una de las pocas luchas que todavía merecen la pena, ahora que los dragones ya no existen y no puedes dedicar tu vida a perseguirlos.

Porque, seamos sinceros, el día en que decides dejar de fumar, esas primeras horas gloriosas, ese primer día de ascetismo y flagelación, te sientes distinto más allá de cualquier pasado glorioso. La irritación que produce toda abstinencia te hace sentir poderoso y agresivo, miras con cierto desprecio comprensivo a todo lo que echa humo a tu alrededor, te sientes como un Jedi en plena guerra de las galaxias a punto de cumplir una misión salvadora, con la espada láser colgada al cinto y la fuerza arañándote el estómago y los pulmones. Y si no es la espada láser la preferida como arma noble para la batalla, es el parche de nicotina, el chicle mentolado o un rosario budista para controlar las grietas de chapapote por las que sueltas todo el alquitrán. Ese día estás convencido de que tu sangre rebosa midiclorianos. Te sientes grande y poderoso como un globo a punto de reventar.

Pero tampoco hay que menospreciar el día en que decides volver a fumar, ni mucho menos. No es un día, es otro universo que surge en un minuto, justo en ese minuto en el que te pones a soltar humo sin saber cómo ocurrió. ¡Qué curioso, mira -te dices a tí mismo-, estoy echando humo! Y con la primera bocanada entras directamente en el reverso tenebroso. De pronto, se te afloja la vida y miras a todo el mundo con una ternura bobalicona, te sientes comprensivo y muy cercano de los que te rodean. Si por casualidad, entre las nubes algodonosas que vislumbras, asoma la cabeza el Jedi que ya no eres, lo mandas directamente a paseo junto con las lucecitas de colores que adornan su espada de fascista galáctico. Te sientes pequeño y débil como un molusco en Galicia, pero deliciosamente igual a los demás.

Por favor, que nadie me entienda mal. Jamás me atrevería a defender el feo vicio de fumar, desafiando a los enormes beneficios de las multinacionales de la salud. Todo lo contrario, defiendo el placer de dejar de fumar, el sentimiento heroico que lo acompaña, la hombría de bien que te invade. Es una sensación tan intensa, tan fuerte, tan llena de matices, que merece la pena dejar de fumar una y otra vez, continuamente, pero nunca de forma definitiva para poder gozar de la eterna batalla contra el tabaco. Es algo así como votar a la oposición a los cuatro años, para volver a hacerlo al cabo de otros cuatro. ¿Se les ocurre a ustedes un placer mayor?

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