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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Mis últimas 100 pesetas

Engalanaba yo mi hogar para estas fiestas cuando, en la caja de zapatos donde guardo el muérdago de plástico, las bolas y las plantillas del "Bon Nadal", me encuentro una moneda de 100 pesetas. Menos mal que la he visto. Pero ¡qué contratiempo! ¡Con la de cosas que tenía por hacer! Precipitadamente me pongo los panties, el top y cuatro cosillas de nada encima y salgo a la calle. "Taxi", grito, "al Banco de España". Para darme conversación el conductor me pregunta si voy a cambiar dinero. "Sí señor. Veinte duros", le contesto. "¡Pero mujer", me dice, "le va a costar más la carrera que lo que le den. ¿No ve que el centro, estos días, está imposible y tardaremos mucho?". Parece mentira. Y luego nos quejamos de que no termina de salir el dinero negro. "Son 7 euros y 20 céntimos", me dice cuando llegamos. "Siendo estas fechas tan señaladas, cóbrese 10", le digo yo.

Salgo de casa. Cojo un taxi. "Voy al Banco de España a cambiar 20 duros", le digo al taxista. "La carrera le va a costar más", me responde

El lugar está muy lleno. La media de edad del personal que hace cola es de unos 70 años, porque ya se sabe que, mayormente, los que se encargan de estos recados son nuestros ancianos. Me paro delante de un cartel que me indica los pasos a seguir: "1º: tomar número del dispensador. 2º: cumplimentar un impreso de cambio de monedas por billetes. 3º: esperar turno para ser atendido en las ventanillas. 4º: cobrar contravalor en euros". Cojo mi número, el 724, y un impreso. Al lado del dispensador hay unas bolsas de plástico transparente para la moneda. Me pillo una y deposito la mía en ella. Debes usar una bolsa distinta para cada tipo, así que todo el mundo lleva varias en la mano, como en las tiendas de congelados. En el centro de la sala han habilitado una mesa redonda de cristal y, sujetos a ella, hay unos bolígrafos de esos que están atados a una cadena para impedir la cleptomanía. Teniendo en cuenta que -como les digo- este tipo de encargos los hacen, en su mayoría, personas de edad, el diseñador de los impresos debería haber sido más espléndido con el tamaño de la letra. "Señorita, disculpe", me pide un hombre mayor, "¿podría escribirme un cinco aquí, que tengo vista cansada?". Le digo que sí, pero siendo estas fechas tan señaladas, le pongo un 10. A mi lado se acomoda la simpática doña María Mercedes Casero de Murcia -lo sé porque soy yo quien le escribe el nombre-. "Y aquí ¿cogen las monedas de Franco?", me pregunta. "No, sólo las del Rey", le contesta el señor de la vista cansada. Enseguida doña Mercedes nos explica que su hijo, el otro día, se fue a poner una camisa y le salieron tres billetes de 2.000 en el bolsillo. Pero no deja de mirar, mosqueada, hacia una ventanilla vacía: "Ahí es donde tienes que ir a cobrar el dinero, pero el señor no está. Cuando he llegado ya no estaba. A ver si vuelve del bar, que yo tengo que hacer la comida". En ese momento llaman al número 666. "Pues no viene", sigue quejándose doña Mercedes, y los demás le damos la razón. "Yo he llegado la primera, cuando han abierto, y ya no estaba", nos informa otra señora. Yo también me apunto a criticarle. "Qué vergüenza. Es lo del 'vuelva usted mañana", exclamo (y cosecho un gran éxito, por cierto). "Y cuando venga", añade doña Mercedes, "a ver qué arriles traerá". A nuestro lado, una mujer lee un libro del Nobel Imre Kertész publicado por El Acantilado. Va por la página 114, en cuya última línea veo que pone: "Y se disolviese en el infinito".

Una hora después me toca el turno. En el mostrador, un chico con barba y pendiente se queda con mi moneda. "Cambio irrevocable 166,38600", pone en el papel que me entrega. Me gusta esa idea de que el cambio sea "irrevocable". Así te evitas la molestia del regateo. El empleado me da el papel y me advierte de que me llamarán de otra ventanilla para cobrar. Mientras espero, esquivo a dos niños en sendos patinetes recién cagados por el tió. En este suelo tan pulido van que se las pelan, o sea que su pobre abuelo les sigue como puede, resollando. Un guardia civil patrulla, y cuando pasa por mi lado le sonrío para demostrarle que simpatizo con la causa gay. Es una sonrisa que le está diciendo, sin palabras: "Señor agente, yo también espero, como usted, que los cuarteles se llenen de parejas gays. Estoy orgullosa de esos miembros de la Benemérita que al salir del armario han conseguido, de un plumazo, que ustedes, los tricornios, por fin nos caigan simpáticos a algunas". Luego me llaman, cobro y me despido de doña Mercedes y los demás miembros de la mesa. "Pues todavía está en el bar, ese cabrito", me informa ella.

Cuando me dirijo a la puerta descubro un detalle que demuestra que en el Banco de España también hay seres humanos, no sólo máquinas. En cada ventanilla hay uno de esos cristales que se abren para que clientes y empleados canjeen las monedas con seguridad. Pero resulta que una de las ventanillas no se puede usar porque la han customizado. El lugar por donde deberíamos intercambiarnos los billetes lo ocupan una foca, un conejo y una tortuga, tres estatuas de vidrio azul. La taquilla está inutilizada y, cada vez que el funcionario que se encarga de ella quiera efectuar una transacción, deberá trasladar las tres obras de arte a otro sitio. Al lado hay un jarrón con flores de plástico. No todo van a ser cajeros automáticos. Aún quedan cajeros con su rinconcito para la poesía.

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