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Reportaje:

El frenesí agitador de un dirigente vecinal

Un libro de la periodista Joaquima Utrera recorre la peripecia vital del líder sindical Manuel Martínez

Manuel Martínez no puede recordar el número de las horas de su vida dedicadas a reuniones, mítines y manifestaciones. Activista sindical y vecinal durante el franquismo, el posfranquismo y la democracia, Martínez (Barcelona, 1941), que pronto averiguó que es posible cambiar el orden de las cosas, ha luchado por casi todo: por los derechos de los trabajadores, por el alumbrado y el alcantarillado de los barrios de los emigrantes en los años sesenta, por la vuelta de los exiliados, contra la guerra del Vietnam, por el derecho a la huelga y contra el Estado de excepción. En los últimos años venía lidiando con el Ayuntamiento de Barcelona para lograr la cobertura del tramo de la Gran Via a su paso por el distrito de Sant Martí, una antigua entelequia que pronto se hará realidad.

Martínez y su mujer sólo tenían a veces una bolsa de pipas como único alimento
En una sola noche llegó a hacer más de 50 pintadas por las calles de Barcelona

Joaquima Utrera, periodista y colaboradora de EL PAÍS, ha escrito El nieto del lector de periódicos (editado por el Ayuntamiento de Barcelona), un libro en el que narra la trayectoria y el frenesí de este agitador, que se convierte también en la biografía de algunos de sus anónimos compañeros y en una parte de la historia de Barcelona y del país.

Hijo y nieto de murcianos, Martínez, que vivió durante tres años en un internado de monjas en el que casi muere de hambre y frío, averiguó de joven que su abuelo, obrero en Calasparra, se iba cada día a la plaza del pueblo a leer en voz alta las noticias de los periódicos ante una audiencia analfabeta. Martínez decidió entonces seguir su ejemplo y hacer de la resistencia y la lucha el motor de sus acciones. Procedente de una humildísima familia, pasó su infancia viviendo en una cueva cerca del hospital de Sant Pau, hasta que su familia se mudó a una chabola de la Perona, donde convivieron con más de una decena de parientes y paisanos que dormían esparcidos en el suelo y se tapaban con abrigos o toallas.

En este barrio chabolista, donde falleció una de sus hijas a causa de una infección, organizó las primeras manifestaciones para exigir alumbrado público, alcantarillado y agua corriente. Más tarde se mudó a una de las viviendas sociales del barrio de San Martí, donde recuerda que él y su mujer, Otilia, sólo tenían a veces sólo una bolsa de pipas como alimento. Cuando lo destinaron a Canarias para cumplir el servicio militar, Martínez comprobó que los militares de aquella época medían la hombría por el vino que eran capaces de beber y el número de cajetillas de tabaco que fumaban.

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De vuelta a Barcelona, Martínez quedó deslumbrado para siempre por un mitin clandestino de Marcelino Camacho en Santa Coloma de Gramenet. Empezó entonces a colaborar con Comisiones Obreras (CC OO) y más tarde con el PSUC. Mientras su mujer trabajaba y cuidaba y mantenía a la familia, Martínez dedicaba todo el día a la lucha sindical, porque le echaban de todos los trabajos -cristalero, mecánico, fontanero, obrero en la Hispano Olivetti- por sus actividades subversivas.

De Martínez cuenta Utrera que una vez llegó a disfrazarse de médico para dar un mitin en el hospital de Sant Pau, que en su pequeña casa había una multicopista y miles y miles de octavillas que cortaban entre su mujer y sus hijos, y que en una sola noche llegó a hacer 50 pintadas por las calles de Barcelona.

Según los testimonios recogidos por la periodista, Martínez, que de las tres ocasiones en que estuvo en prisión en dos se declaró en huelga de hambre, era de los que presidían las manifestaciones en la década de los setenta y el primero en enfrentarse a los grises.

Con la llegada de la democracia, empezaron a llegar a los partidos políticos dirigentes con un perfil más conciliador, y el protagonista relata que él se fue quedando en la cuneta cuando algunos de sus compañeros intentaron desmovilizarlo casi con tanto ahínco como lo hizo el franquismo. A pesar del rechazo, Martínez no se amilanó: decidió dedicarse entonces a organizar la lucha de los desempleados como él. En 1976 fueron a manifestarse a Madrid, y su situación era tan precaria que no tenían dinero para regresar. Decidieron pedírselo al Ministerio de Relaciones Sindicales. Y lo consiguieron.

Tras su distanciamiento del PSUC, entró en el movimiento vecinal, donde junto con cientos de personas de Sant Martí se enfrentó al entonces alcalde, Narcís Serra, que quería edificar un bloque de viviendas para policías en la plaza de los Porxos. En 1989 el Tribunal Supremo dio la razón al vecindario, que estaba entonces en otra batalla, la de la llegada del metro al barrio, que se hizo realidad en 1997. Cinco años antes, en marzo de 1992 y con los Juegos Olímpicos a la vuelta de la esquina, Martínez y 200 vecinos más se encerraron en el Palau Sant Jordi para exigir a los propietarios de las viviendas del textil de Sant Martí que pagaran los desperfectos de los pisos en mal estado.

Su última lucha y la de sus vecinos perseguía la cobertura de una parte de la Gran Via. No fue fácil, pero lo consiguieron: el próximo 7 de enero empiezan las obras. El nieto del lector de periódicos sigue la estela del abuelo.

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