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ACOSO A SADAM
Columna
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Guerra por el mapa

Durante la Gran Guerra, el Reino Unido efectuó prodigiosas maniobras para dibujar un nuevo mapa del Oriente árabe. El resultado sólo quedó medio bien, y a su sucesor hegemónico, Estados Unidos, le parece hoy poco manejable, por lo que podría embarcarse próximamente en una guerra para lograr un diseño más adecuado a sus intereses.

Entre 1915 y 1917, Londres negociaba a la vez con árabes, judíos sionistas, rusos, italianos y franceses una nueva cartografía entre el Levante mediterráneo y la cuenca del Tigris y el Éufrates. A Hussein, jerife de La Meca y tatarabuelo del actual rey de Jordania, Abdalá, le prometía un reino independiente en el Asia árabe, sólo excluyendo la costa siria y Jerusalén; al sionismo, por medio de la declaración Balfour de 1917, un hogar nacional en lo que pronto volvería a llamarse oficialmente, como en tiempos romanos, Palestina; a los zaristas, Constantinopla y los estrechos; a los italianos, casi lo mismo, y a los franceses, por el acuerdo, entonces secreto, Sykes-Picot de 1916, compartir esa Asia otomana poblada de árabes.

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Whitehall cumplió promesa y media. La promesa era el reparto con Francia, que obtenía los mandatos de Siria y Líbano, y Londres, Irak, Transjordania y Palestina, y la media se refería a la organización sionista, a la que se facilitaba la inmigración continuada a Tierra Santa. Esto llevaría, pero únicamente tras el Holocausto en la II Guerra Mundial, a la creación del Estado de Israel en mayo de 1948.

Estados Unidos, en medio de la conmoción desencadena por el 11-S, ha decidido englobar hoy en el combate contra el terror designios que remachen su condición de gran líder planetario. A falta de enemigo fácilmente localizable y tras haber perseguido al terrorismo de Osama Bin Laden con éxito sólo relativo en Afganistán, Washington exige a Irak que se desarme de sus medios, si los tiene, de muerte atómica, química o bacteriológica. Y no parece que las protestas y documentos que Bagdad aporta para demostrar su posible inocencia o carencia vayan a detener a la Casa Blanca. Del deseo norteamericano de destruir el dominio de Sadam Husein no puede caber duda; sólo le falta algún apoyo árabe y de países limítrofes con Irak, la habitual comprensión de Europa, el pingüe soborno de Rusia, y el pragmático mirar para otro lado chino para que, con o sin el permiso de la ONU, Bush le dé una nueva mano anglosajona al mapa del petróleo.

En Palestina llevan ya algún tiempo asegurando que el objeto de la guerra contra Irak sería, además de sentarse sobre las fuentes del crudo, rehacer el mapa para facilitar la emigración del fuerte surplus de árabes, que hoy acampan a tiro de mortero de Israel, a los nuevos solares nacionales erigidos sobre un Irak en ruinas. En las últimas semanas, la indicación de que Washington puede albergar algún interés en retocar el mapa ha aparecido en la prensa norteamericana, aunque siempre a título de análisis.

La teoría convencional es la de que la fagocitación de Irak produciría un maremoto que anegaría las tierras árabes y, quizá, hasta musulmanas en general, amenazando la estabilidad de regímenes pro-occidentales como los de Egipto, Jordania y Arabia Saudí. El punto de vista de la Administración norteamericana podría ser, sin embargo, muy distinto; el de que, igual que Bush padre usó la guerra del Golfo en 1991 para llevar a Israel a la conferencia de Madrid, que lanzaba el hoy difunto proceso de paz, Bush hijo apostaría a que sólo una reconstrucción de ese proceso sobre otras bases puede producir una paz sólida y aceptable para Israel y, por tanto, para Washington.

Entre los esquemas contemplados, según fuentes palestinas, está la formación de un reino federal jordano-iraquí, para cuyo trono en la parte de Bagdad cabría pensar en Hassan, hermano menor de Husein, a quien no sucedió contra todo pronóstico a la muerte de éste en 1999. La dinastía que reinó en Irak hasta el derrocamiento de Faisal II en 1958 era, por añadidura, hachemí, la misma que hoy reina en Amman. Y dentro de esa nueva demarcación política, en la que el pueblo kurdo recibiría alguna autonomía, habría espacio e incentivos materiales para que el pueblo palestino pudiera estirar las piernas hacia Oriente.

Todo lo que alivie la galopante demografía árabe en Cisjordania favorecería la anexión por parte de Israel de alguna parte de los territorios ocupados.

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