Un maravilloso regalo navideño
Se impone, de entrada, una visión a vista de pájaro. El comienzo del año operístico 2002 en España fue arrollador. ¿Recuerdan? Simon Keenlyside y María Bayo llevaban al Real a su punto más alto desde la reapertura con Pelléas et Mélisande, de Debussy; Maazel sacaba un rendimiento indescriptible de la Orquesta de la Comunidad de Madrid en la Zarzuela con El martirio de San Sebastián, también de Debussy, en la puesta de escena de La Fura dels Baus, y, en fin, el Liceo de Barcelona presentaba con un éxito memorable Katia Kabanova, de Janácek, en el montaje de Marthaler procedente del Festival de Salzburgo, con Cambreling al frente de la orquesta y Angela Denoke en el papel vocal principal. El final de 2002 no se ha quedado atrás en cuanto a excelencias y nos lleva irremisiblemente a Bilbao, donde Gergiev y sus cuerpos estables del Mariinsky de San Petersburgo han hecho estragos, poniendo el listón operístico nacional en el punto probablemente más alto del año. Desde el sobrecogimiento en Boris Godunov, desde el sentido jubiloso y extrovertido del espectáculo en Príncipe Igor.
Príncipe Igor
De Alexander Borodin. Compañía de ópera Mariinsky-Kirov de San Petersburgo. Director musical: Valery Gergiev. Director de escena: E. Sokovnin (1954), realizada por V. Okunen. Coreografía: Mikhail Fokin (1909). Teatro Euskalduna, Bilbao, 21 de diciembre.
Para la incompleta ópera de Borodin, completada por Glazunov y Rimsky- Korsakov, han utilizado una producción de 1954, con el añadido de la coreografía de Fokin de 1909. Cartón piedra, imagen de grabado de época, bien, lo que ustedes quieran, pero con unas soluciones teatrales impecables en la utilización de los espacios y en la intencionalidad narrativa. La representación de Príncipe Igor fue, como diría el castizo, de las de no creérselo. Con una conjunción perfecta entre teatro y música, entre foso y escena, entre voces y acompañamiento instrumental. El gran protagonista fue, en cualquier caso, Valery Gergiev con una dirección absolutamente magistral desde los recursos líricos hasta las explosiones sentimentales, y con una capacidad de concertación a la altura de su fantasía creativa. El clima de tensión teatral que consiguió en toda la segunda escena del primer acto, por ejemplo, fue memorable. La orquesta se creció hasta límites insospechados. En lo épico y en lo más intimista. Una lección.
Únicamente el tenor que encarnaba al hijo de Igor se quedó algo rezagado respecto a la espléndida homogeneidad vocal del conjunto. Como para demostrar que aquello no era un mecanismo de relojería, sino una representación humana. Las voces bajas rayaron a gran altura: Nikolai Putilin (Igor), Larissa Shevchenko (Yaroslavna), Vladímir Vaneev (Galitsky), Paata Burchuladze (Khan Konchak), Marianna Tarasova (Konchakovna)... Los coros mostraron su perfil más cálido y equilibrado. Especialmente emotiva fue la actuación a capella del último acto, o la actuación de las chicas en el primero. Resultó brillante la actuación del cuerpo de baile en las danzas polivitsianas del segundo acto, con la ingeniosa coreografía de principios del XX de Fokin.
Un espectáculo tan extraordinariamente colosal (con casi 400 artistas en escena, como les gusta decir a los cronistas de la música ligera), se pudo ver en el Palacio Euskalduna a unos precios entre 43 y 10 euros (no, no me he equivocado). No me parece inoportuno recordar que las entradas más baratas para escuchar a Bruce Springsteen en el último rincón de La Peineta ascienden a 40 euros y que cuando Gergiev dirige ópera en Salzburgo, por ejemplo, el precio de las butacas llega a 350 euros. Lo de Bilbao ha sido, pues, un auténtico regalo de Navidad. La calidad artística ha estado, sin duda, a lo que se entiende por nivel Salzburgo. No es de extrañar que asistieran personas venidas de todo el país y mucho menos que el éxito alcanzara cotas de apoteosis.
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