Con Dostoievski al fondo
El Palacio Euskalduna, de Bilbao, abrió sus puertas a la ópera en 1999 con una espectacular versión de Jovanchina, de Mussorgski, dirigida por Valeri Gergiev, con los cuerpos estables del Teatro Mariinsky, de San Petersburgo. Gergiev es a Bilbao lo que Barenboim a Madrid, una especie de sueño y realidad operísticas, de hijos musicales adoptivos. La nueva visita de Gergiev a Bilbao se produce con dos títulos estelares del repertorio ruso: Borís Godunov y El príncipe Ígor.
De Borís Godunov se utiliza la versión de 1869, la primera de todas, antes del añadido del acto polaco y la escena final revolucionaria del bosque de Krony. Fue en su día rechazada por el directorio de los Teatros Imperiales de San Petersburgo, entre otras razones por no tener una protagonista femenina de suficiente entidad. La versión llamada original, de 1872-1874, es la que se representa hoy en día con mayor frecuencia, sin los retoques orquestales coloristas y abrillantadores de Rimsky Korsakov. La de 1869 no es, en cualquier caso, una reliquia arqueológica. Muestra el lado más enraizado en las intenciones del autor, el más, digámoslo así, dostoievskiano.
Boris Godunov
De Mussorgski. Compañía de Ópera del Teatro Mariinsky-Kirov. Director musical: Valery Gergiev. Con Paata Burchuladze (Boris). Director de escena: Victor Kramer. Palacio Euskalduna. Bilbao, 19 de diciembre.
La versión de 1869, en siete escenas, se ofreció en Bilbao de un tirón, sin ningún tipo de descanso; en ella adquiere una importancia fundamental el personaje de Borís, con sus conflictos y luchas interiores en primer plano. Es determinante ese clima de pesadilla, de ensoñación, de locura, de debate entre la conciencia y el subconsciente, de delirio necesario de Borís, que recuerda a Dostoievski en Crimen y castigo cuando escribe que los sueños de un personaje de estas características "suelen tener una nitidez extraordinaria y se asemejan a la realidad hasta confundirse con ella. Los sucesos que se desarrollan son a veces monstruosos y están llenos de detalles tan imprevistos, tan logrados, que el durmiente no podría imaginar nada semejante estando despierto, aunque fuera un artista de la talla de Pushkin o Turgheniev". El castigo de Borís ante el crimen que le atormenta viene de un conflicto moral, de un problema de conciencia. El pueblo, humillado y ofendido, en sus canciones y su desolación ante un destino incierto, es el otro polo de la narración operística. La música, atenta a los dramas individuales y colectivos por encima de la belleza formal, y el enfoque sobrio de Gergiev sumergen al espectador en la quintaesencia del alma rusa. La experiencia es apasionante por la desoladora profundidad. En la versión de 1869, por encima de las posteriores, late ese desgarro que hermana a Dostoievski con Mussorgski.
La producción escénica de Víctor Kramer, con escenografía de Georgy Tsypin, se estrenó el pasado mayo en La Scala, de Milán. Es estilizada y curiosamente incide, a través de las lámparas, el color, los cilindros y otros objetos de materiales modernos, en el aire de pesadilla.
Gergiev dirige con una concentración y un cuidado por el detalle admirables. Su capacidad de centrarse en lo esencial le engrandece. Prescinde de todo oropel para volcarse en una lectura intimista, reflexiva, reveladora. Paata Burchuladze resalta con su tosquedad y dominio estilístico la dimensión humana de Borís. El resto del reparto se mueve también en esa línea de sustancialidad. Hasta los coros expresan una carga de recogimiento, de sufrimiento, pero sin forzar el exhibicionismo. En la misma línea se manifiesta el Coro del Conservatorio de la Coral de Bilbao, que pasa con sobresaliente esta prueba de fuego. Todos juntos dieron vida a una representación intensa y de gran madurez. Incluso difícil para el espectador no habitual. Pero el esfuerzo vale la pena. Ha sido un privilegio contar en Bilbao con una representación tan fuera de lo común.
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