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Columna
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Cavilación coruñesa

Tres días en A Coruña me convierten en difuso cronista galaico. No podía ser menos, en estos tiempos de consternación. Pero en A Coruña no sólo vi aviones militares en su aeropuerto, ni me limité a observar, melancólico, el muelle de los petroleros, donde debía estar amarrado el Prestige de no mediar tanta incompetencia y tanto pavor mal gestionado. En A Coruña hice otras cosas. Caminar bajo la lluvia por la ciudad antigua. O transitar la ribera del Orzán, desde donde divisé los dos mitos de la urbe: a un lado la torre de Hércules y al otro el estadio de Riazor.

Sucedió entonces, frente al océano, que me dio por pensar en Valencia, y de ahí pasé a comparar el país gallego y el país valenciano, dos tierras que, de algún modo, son las antípodas ibéricas: bruma de un lado y sol del otro. Poniente difuminado y oriente nítido. Noroeste atlántico y Este mediterráneo. Sin embargo, comencé a notar que ese contraste, tan manido, comenzaba a agrietarse. Y advertí que A Coruña y Valencia son dos ciudades marítimas, mercantiles y liberales que se asemejan mucho más hoy que hace 15 años y no digamos 30. Los edificios y el paisaje siguen siendo muy diferentes, claro, pero las ciudades se acercan en lo principal: en las personas. Gallegos y valencianos somos hoy mucho más parecidos que antaño. Noté, una vez más, el avance de una espontánea "globalización" peninsular que no sólo es hija de las franquicias comerciales o de los medios de comunicación. Sencillamente, nuestra sociedad es más implicada y cosmopolita, y por ello más solidaria, como bien se prueba en estos días de luto fuel. Sentí que estaba en el extremo geográfico, pero sólo geográfico, de una sociedad que es la misma en Muxía que en Denia, en Compostela que en Sagunt: la pluriversa sociedad ibérica. Y noté que, como bien afirma Jon Juaristi, el molde político del estado-nación es el que mejor garantiza la libertad, la igualdad y la fraternidad. En A Coruña supe, una vez más, que no hay porvenir allí donde perdura la flor del mal de la xenofobia. Y la excluyente tarea de sus atrevidos intérpretes.

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