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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El juego de los fantasmas

"¡Cómo se va a haber muerto, si es mi abuela!", exclama, entre indignado y sorprendido el protagonista de La Rambla paralela, en la primera página de la novela, a una voz que por teléfono, y en sueños, le comunica que su abuela ha muerto. "Ah, ¿y porque es su abuela usté cree que no se va a morir? Todos nos tenemos que morir, hombre, no sea bobito. Es más: ahí donde está usté, en esa cama también ya está muerto. Vaya mírese en el espejo y verá. ¡Levántese!". Y el hombre -cuenta el narrador en primera persona- se despierta, se levanta y tropezando con los muebles en la oscuridad de un cuarto desconocido, va al baño, prende la luz y se contempla en el espejo y, en efecto, está muerto. Es un viejo, un escritor muerto, que, una vez ha descubierto su estado, paseará por Barcelona, donde ha acudido para participar en una Feria del Libro, durante los pocos días que dura la celebración literaria dedicada, en esa ocasión, a Colombia. Pero su fantasmal estancia en la ciudad -concretamente en una zona concreta de la ciudad, la comprendida entre Ramblas, Colón, Moll de la Fusta, donde está instalada la feria, y el Paralelo- ya no está narrada por la primera persona que, al principio de la novela, se descubre muerta frente al espejo, sino por una tercera persona, la que se ve en el espejo, la que ha quedado fuera.

LA RAMBLA PARALELA

Fernando Vallejo Alfaguara. Madrid, 2002 200 páginas. 11,90 euros

Un juego de imágenes, una

doble visión, que permite al autor pasar del yo narrativo característico de toda su novelística a un yo narrado por sí mismo. Juego que autoriza a Vallejo a desdoblar su voz y, a la vez, a duplicar los objetivos escarnecedores de esta voz: si, por un lado -y como es habitual en él- el discurso demoledor del autor, en boca del viejo escritor que ha decidido morir en la Feria del Libro, se dirige contra Colombia -contra la Colombia posterior al bogotazo de los años cincuenta, dominada por la corrupción y el crimen, los políticos y poderosos del mundo entero-; por otra, las intervenciones de esa tercera persona que narra al autor, que no opina y que se autodefine como mero "biógrafo imparcial que abre y cierra comillas y se atiene a los datos", le sirven para llevar a cabo una implacable autocrítica no exenta de una devastadora ironía.

Para el lector peninsular que haya leído las anteriores novelas de Fernando Vallejo publicadas en España (La Virgen de los sicarios y El desbarrancadero), la potencia e imaginación verbal de este autor, su rabiosa desesperación, su talante iconoclasta y su furia desenfrenada contra los poderes que han convertido el mundo en un estercolero no supondrán ninguna novedad. Pero los dos títulos citados son sólo una muestra de su extraordinario talento. Escritor, biólogo y cineasta nacido en Medellín y radicado en México, después de vivir en Roma y en Nueva York, ha publicado, en América Latina, cinco novelas ejemplares que componen el ciclo autobiográfico titulado El río del tiempo (El fuego secreto, 1986; Los días azules, 1987; Los caminos de Roma, 1988; Años de indulgencia, 1989, y Entre fantasmas, 1992), el ensayo Logoi, una gramática del lenguaje literario (1982), y dos estupendos estudios biográficos Barba Jacob. El mensajero (1984) y Chapolas negras, sobre la vida y figura de José Asunción Silva. Títulos que componen una obra que, en mi opinión, lo convierten en uno de los autores más grandes de la actual literatura escrita en lengua castellana, y que es una pena que no esté disponible para el lector peninsular. Su humor corrosivo, claramente negro, que irrita a muchos detractores de este Thomas Bernhard colombiano, está presente, cómo no, en La Rambla paralela, su última novela, y alcanza a los políticos colombianos ("la mariquita de Gaviria borró de un plumazo la palabra honorabilidad del diccionario de Colombia. Le siguieron el bellaco Samperito y Pastranita, otros dos"), a quienes dirigen las vidas del rebaño humano ("odiaba al primer ministro de Inglaterra, al presidente de los Estados Unidos, al del gobierno español, al de Francia, a los déspotas de Cuba, Libia, Irak, Arabia, al demagogo de Venezuela, al capo vaticano, al energúmeno de Palestina, al juez Garzón"), a las creencias religiosas en general ("la tirria que le tomó en sus últimos tiempos a Mahoma (...) sólo se comparaba a la que le tenía a Cristo, el masoquista ensangrentado") y al hombre como producto mal logrado por la naturaleza, esa especie "australopitecina y lujuriosa, con un pene colgando o un hueco en la mitad como centro de gravedad de todos sus afanes, un ombligo arrugado y cinco dedos inarmónicos en cada una de las dos patas". Las palabras más tiernas que le dedicada a la vida ("la vida es bella, es la mamá de la muerte") dan idea de la visión del mundo y de la existencia que tiene el autor. Una visión en la que lo único consolador es la presencia de los animales ("el pacto del hombre con el perro, el caballo y el camello era lo único de la especie bípeda que él respetaba, y el amor a los animales su religión (...) Su prójimo eran los animales, empezando por las ratas, esas almitas inocentes de Dios calumniadas por el hombre, que no transmitían el sida, ni el cristianismo, ni el mahometismo, ni la malaria"). Los fragmentos dedicados a la Feria del Libro no tienen desperdicio.

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