Un magro encuentro
Mohamed Benaissa viajó finalmente a Madrid y se comprometió con su homóloga española, Ana Palacio, a avanzar hacia la plena normalización de las relaciones bilaterales. Es de lamentar que la incomodidad que aún siente Marruecos haya impedido materializar estos buenos propósitos con el regreso inmediato de los respectivos embajadores a Madrid y Rabat. Ahora bien, nada impediría que el español regresara de forma unilateral para evitar que esta cuestión se vuelva determinante en el desarrollo de la abultada agenda bilateral.
El frío comunicado que selló la reunión de Madrid -devolución tardía de la visita de Ana Palacio a Rabat en julio, tras la crisis de Perejil- apunta simultáneamente la importancia de esta relación "privilegiada" para ambos países y las dificultades para establecerla. El "inventario crítico y detallado" del conjunto de asuntos bilaterales a los que se pasó revista el miércoles es largo. Las declaraciones previas de Benaissa en el sentido de que la crisis con España había "durado demasiado" aliviaron la tensión previa y contribuyeron a crear un clima más constructivo. El ministro marroquí eludió, al menos públicamente, la reivindicación sobre Ceuta y Melilla. La creación de grupos de trabajo sobre "asuntos específicos", paradójicamente no especificados, resulta en extremo vaga. Los ministros de Exteriores abrieron la puerta de la normalización entre España y Marruecos, pero ninguno la atravesó.
Madrid y Rabat necesitan mirar al futuro antes que al pasado. Comparten muchos intereses. No sólo el control de la inmigración ilegal, una salida razonable al conflicto del Sáhara o el desarrollo del comercio y las inversiones, sino también el interés común de que la Unión Europea, a punto de ampliarse principalmente al Este, mire también al Sur. Conseguirlo requiere la decidida cooperación de Francia y España. Es una razón suficiente para que Rabat no juegue a enfrentar a Madrid y París. El reto para todos es hacer del Estrecho un puente y no un muro.
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