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Columna
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Con y sin medida

Los líquidos, los áridos, las superficies y longitudes, y hasta la misma actividad radioactiva tienen una medida. La desidia, la irresponsabilidad, la generosidad o el miedo, el silencio cómplice o la ceguera sectaria, el desastre ecológico o la solidaridad de la sangre joven, no.

Un noviembre de lluvias torrenciales, y eso fue como hace treinta años cuando el tardofranquismo, se abrieron los grifos del cielo y las aguas desbordaron la huerta y el secano murciano. De repente, según la climatología mediterránea que no cambia de costumbre. A primeras horas de la madrugada los suboficiales de marina de uno de los cuarteles de Cartagena despertaron a la clase de tropa y solicitaron voluntarios que acudieran en ayuda de la población civil en peligro. La respuesta no fue masiva pero sí numerosa. Jóvenes marginados y jóvenes de las razas del cobre, que apenas sabían leer y acudían a la escuela que les ofrecía la Marina, se situaron en la primera línea de la formación de voluntarios. Atrás quedaron los politizados muchachos que no quisieron salir del cuartel y les susurraban a los voluntarios que ellos no iban a sacar cuatro cubos de agua del chalé del capitán de corbeta. Un gitano catalán, arrogante como los suyos, se atrevió a contestarle a los que susurraban, en voz alta y con claridad meridiana: "Escucha bien, hijo de p..., cuando el agua destroza lo hace siempre en los barrios bajos, los altos quedan siempre a salvo de todo". Los del susurro sufrían de ceguera sectaria: los muertos de Puerto Lumbreras, las alquerías arrasadas y las humildes ancianas salvadas del pánico en las zodiacs de la muchachada confirmaron la aseveración del gitano solidario. Y es que la solidaridad no tiene medida, y la falta de sentido común tampoco.

Medida la tiene la radioactividad y no la tiene el silencio cómplice de burócratas y políticos. Cuando lo de Chernóbil, allá por Ucrania, nos enteramos los profanos de lo que era un becquerel, es decir, la unidad de medida de la actividad radioactiva. Se vendieron en los países cercanos al desastre miles de aparatitos que medían los becquereles. Pero no se vendió artilugio alguno para medir la desvergüenza de las autoridades soviéticas de la época que silenciaron los primeros días la explosión en la central nuclear, y que reaccionaron con lentitud cuando en los países escandinavos detectaron la nube radioactiva. Desolación sin fronteras en buena parte de Europa. Una desolación que se prolonga hasta hoy en día y que carece de medida.

Y carece también de medida el chapapote, las manchas alquitranosas, el pez fétido, que invade las costas occidentales europeas y asesina el mar, que es tanto como asesinar la vida. Y otra vez la reacción tarda e irresponsable sin medida. Y otra vez, como en Cartagena, la entereza del voluntariado, la respuesta, si no masiva sí numerosa, de jóvenes estudiantes que se pringan como hace treinta años se embarraban los marineros semianalfabetos. Unos de esos estudiantes se lamentaba con voz clara y serena: "Primero quitemos esta mierda de en medio, y luego hablaremos de los canallas que se enriquecen con esos barcos del desastre y de los culpables". El sentido común que no se mide, la eficacia que no se mide y las manos que retiran toneladas de chapapote, que sí se miden.

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