Una conversación
El martes 19 de septiembre del 2000 almorcé con Xavier Bru de Sala, Baltasar Porcel, Emili Teixidor, Ernest Lluch y otros intelectuales y escritores de Barcelona. A la salida del restaurante, Ernest Lluch y yo nos despedimos de los demás y anduvimos por el paseo de Gràcia hasta la estación de Aragón, donde él iba a tomar el metro. Era una tarde soleada y agradable; durante el paseo comentamos la situación del País Vasco. Se explayó sobre el odio que alimenta a los cachorros de la llamada kale borroka: un odio cerrado, ciego, inmune a cualquier razonamiento y que además se transmite de generación en generación. Me dijo: "¿Conoces esa tradición de los militantes socialistas, que se afilian al partido porque su padre se afilió en su momento? Pues mira, entre los etarras pasa lo mismo. Papá es asesino, pues yo también". Estaba gravemente pesimista y desesperanzado sobre la solución del conflicto. No le veía salida. Me explicó que la banda, dirigida por una tal Anboto, había aprovechado a conciencia la tregua para rearmarse y reorganizarse, sacando de la kale borroka una numerosa cosecha de jóvenes fanáticos dispuestos a dedicarse a matar en serie.
Ernest Lluch le dijo a Arzalluz sobre el Pacto de Estella: "Ahora la sangre de cada muerto te salpica"
Naturalmente, hablamos del PNV, y le expuse mi convicción, que es ya la de casi todo el mundo que piense sin anteojeras, de que Arzalluz y su gente, desde Ibarretxe hasta Egibar, son corresponsables de la existencia de ETA, como figuras patriarcales y en el plano de cobertura ideológica, señalamiento y demonización de los adversarios, discurso xenófobo y racista, militarización léxica del enfrentamiento político, igualación entre víctima y verdugo, solidaridad con los criminales presos y desprecio de las víctimas; y de que si bien los asesinos son los únicos culpables de sus crímenes, el resto del nacionalismo vasco es políticamente cómplice necesario de la quiebra del Estado de derecho y de las libertades de los ciudadanos en el País Vasco.
Sobre esto, Lluch me dijo lo siguiente: "Yo, al principio, fui partidario del pacto de Estella. Bienvenido sea, pensé, si sirve como una pista de aterrizaje para que esa gente deje de matar y poco a poco se vayan escorando hacia la tolerancia y la convivencia. Pero no ha sido así y el PNV ha faltado a la obligación moral de romper ese pacto, obligación que tuvo no ya cuando ETA cometió su primer asesinato, sino antes, cuando anunció que rompía la tregua. Así se lo dije a Arzalluz, hace unos días, y que su permanencia en Estella daba alas a los asesinos. Le dije textualmente: 'Ahora la sangre de cada muerto te salpica".
Me comentaba esto con vehemencia, con indignación. Le pregunté cómo había respondido Arzalluz a su bíblica acusación; sacudió la cabeza y dijo: "No dijo nada, se limitó a desviar la mirada... He visto a Arzalluz físicamente muy envejecido, muy deteriorado, y orgulloso hasta la locura... ¿Sabes cuál es el problema de esa gente? Un orgullo monstruoso, demoniaco, que les impide reconocer lo que en el fondo saben: que se equivocaron. No lo admitirán nunca".
Me habló también, con irritación, de Mayor Oreja, al que acusó de estar interesado sólo en ganar las elecciones, no en ayudar a resolver el conflicto. Aunque yo discrepaba de él en este punto, no quise discutírselo. Le vi tan alterado y pesimista que traté de animarle, y animarme, explicándole una posible salida del impasse: el castigo de los electores vascos al nacionalismo en las elecciones autonómicas.
-Tan de bo tinguis raó, Ignasi, però no ho crec... -me dijo.
Poco después bajó las escaleras del metro y ya no le pude ver más.
Después de su muerte fue especialmente lacerante oír a la cúpula dirigente del PNV culpar a socialistas y populares de "matar las ideas" de Lluch, o leer en la prensa de Barcelona que él fue un buen amigo de Arzalluz, que hubiera dialogado gustosamente con sus asesinos, entre otros disparates. Observar cuántos, en la prensa catalana y en el Parlament, jalean, justifican al PNV e invitan a Arzalluz a sus bien servidas mesas... y le ofrecen sus duchas, a ver si se le quitan esos indecorosos salpicones rojos.
Dos años después del asesinato de Lluch, quizá ha llegado ya el nuevo comando Barcelona y el nacionalismo vasco sigue en Estella, amparando a Batasuna, combatiendo ese mínimo denominador común de la decencia que fue el Pacto por las Libertades y desacatando las diversas iniciativas legislativas y judiciales emprendidas contra la impunidad de la mafia. Nada nuevo o sorprendente en una ideología contumaz en el error, cuyo eje delirante va de Arana a Arzalluz. Lo que hoy todavía es asombroso, lo que todavía es bochornoso para los catalanes, es el seguidismo, la simpatía, la complicidad con el macbetiano nacionalismo vasco en parte de nuestra opinión publicada y de nuestros representantes políticos.
Ignacio Vidal-Folch es escritor y periodista.
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