Tocino de cielo
EL NIÑO AQUEL veía gente muerta. Yo veo gente famosa. Cuando era pequeña caminaba mirando al suelo a ver si me encontraba dinero. A mi madre le daba rabia que fuera tan rarísima. Pero yo volvía a casa con unas cuantas monedas en el bolsillo. Ahora como ya tengo dinero en el bolsillo (hablemos claro) lo que voy buscando por la calle es gente famosa. Y si uno se fija, encuentra. Bien es cierto que yo tengo un imán especial para que se me aparezcan famosos. En este viaje a las Américas he visto a: Susan Sarandon, Jerry Orbach (el policía de Ley y orden, la serie de mi santo), Kathleen Turner, Almodóvar, Angela Basset (la actriz negra que hizo de Tina Turner, guapísima de morirse), Wally Shawn, Paul Auster, Frank McCourt, Willem Dafoe, Joan Collins (con sus piececillos de abuela), Tony Morrison, Jessica Lange y, como dirían en el Hola, "un largo etcétera". ¿Es esto superable? Sí, amigos, porque en el avión de regreso, cuando parecía que aquella vida de lujo y estrellas había terminado, cuando volvía de la Gran Manzana a la Gran Castaña como dice Ángeles González-Sinde, que en dos meses que me he ido se ha hecho directora de cine; justo en el momento, digo, en que la señorita azafata me decía que el peso de mis maletas se pasaba tres pueblos, y mi santo me decía, te lo dije, y yo le decía a mi santo, son todo regalos para nuestros pequeños. Y era verdad, somos ese tipo de padres que abandonan dos meses a los hijos y luego intentan suplir la falta de atención con cosas materiales. Un método educativo que desde aquí recomiendo porque a nosotros nos funciona muy bien. Ya te digo, estábamos peleando con la aeromoza por el peso del maletón y se acerca un señor calvo con abrigo imponente y nos dice: "Yo puedo hacerme cargo de parte de vuestro peso". ¿Quién era tal señor? Raúl Sender. En mi mismo vuelo. Y no sólo Raúl Sender, señoras y señores, también Isabel Tocino. Nivelón. Polvo de estrellas. No son Jessica Lange ni Paul Auster, pero ¿acaso no son más entrañables, qué caramba?
Tocino no me dio ni pelota; en cambio, Sender nos invitó a unos whiskies antes de partir. Y recordamos aquellos tiempos gloriosos en que yo era guionista de las Mamachicho y él estrella de Telecinco y nos contó que él había vivido en Nueva York en los sesenta porque estuvo en la Feria Mundial representando a España con el grupo de Coros y Danzas del Estado, y nos tarareó alguna jotica y yo me sentí, aun estando todavía en tierra americana, más cerca de España. Ya calientes, subimos al avión. Yo me había tomado mi querido Lexatín. Mi santo dice que él es más partidario de lo natural. Se decanta por el whisky. Dice que le encantan los vuelos transoceánicos, eso de estar ahí, con la mano levantada para que vengan señoritas a llenarte la copa. A los escritores de culto siempre les ha ido la cosa de la botella, y a los de masas nos gusta más el tema del barbitúrico. La rubia Tocino nos tocó al lado. Se sentó en el asiento y nos fue durmiendo como una santa todo el viaje. Qué tranquilidad de espíritu. Desde aquí te lo digo, Tocino: te admiro. A lo mejor se me enfada la mujer por contar públicamente lo bien que duerme (éstas del PP me tienen gato), pero conste que lo digo con envidia. Dormía como nuestro Ruiz Mantilla. Por cierto, que le preguntan a Mantilla si se enfadó porque yo escribí que roncaba. Pero qué simple es la gente. En mi familia, una persona que no ronca a partir de los cuarenta años es que no es de fiar. Y en la familia de mi santo, tres cuartas de lo mismo. De ahí nuestra sólida unión.
A mí el Lexatín me coloca, pero no me vence, y cuando todo el mundo duerme en los vuelos transoceánicos, yo me levanto y me pongo a mirar a la gente dormida. Miré un rato a Sender, miré un rato a Tocino (me dieron ganas de arroparla, pero me contuve), luego miré unos asientos más atrás al diseñador Roberto Torretta y su señora. Me dieron ganas de decirle que me gusta su ropa, pero no era cosa de despertarlos, y luego miré a ciudadanos del montón. Me gusta ver cómo se le cae la baba a la gente por la comisura, cómo soplan, cómo se les fruncen los cejos. Mola. Allí de pie, entre mis pasajeros, me puse a recordar lo bien que me lo he pasado en Nueva York: mis clases de boxeo en el gimnasio Lucille Roberts; mis masajes relajantes en las chinas, que les dices, quiero un masaje de diez minutos, y le dan cuerda a un despertador enorme y a los diez minutos el despertador suena y te pega un susto que se te vuelven a contraer los músculos. Recordé no sólo a Jessica Lange, o a Kathleen o a Auster, también me acordé de gente que no es famosa. Soy humana. Todo escritor necesita un público que le ría las gracias, y yo he tenido a mis palmeros: David Rodríguez y Ernesto Estrella, andaluces en Nueva York, que nos llevaron a clubes de Harlem donde la gente fuma y es natural, y nos reímos con gracias granadinas y malagueñas como catetos de aquellos tipo Landa. Estoy meditando seriamente volver el año que viene y montar la Casa de Moratalaz en Nueva York. Al tiempo. Cuando llegamos a Madrid, todo nos pareció más pequeño que en América. Todo menos la foto de Javier Marías que han colocado en la fachada de Alfaguara. Nos dio un ramalazo mañanero de envidia podrida. En algo se tenía que notar que somos españoles.
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