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Columna
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El marrón de Rajoy

Hace más de tres semanas que el buque petrolero Prestige se hundió frente a las costas de Galicia y las cosas no van más que a peor. El eufemismo informativo va haciendo aguas poco a poco, a pesar del esfuerzo de los medios públicos españoles y gallegos por minusvalorar el alcance de los vertidos.

Pero hay otros medios de comunicación públicos que mantienen un celo no menor en sentido contrario. En función de su titularidad correspondiente, las televisiones han venido mostrando a lo largo de estos días imágenes radicalmente distintas. Cuando en Televisión Española aparecían individuos impecablemente uniformados y enmascarillados, la televisión vasca mostraba viudas de marinos recogiendo el petróleo con las manos. También en esto de las playas, como se ve, todo va en gustos y cada uno busca la suya.

Ciertamente, el Gobierno del Partido Popular se siente muy incómodo ante la situación creada. Pero la situación, en este caso, no se refiere a la desolada Galicia, cuya costa es ya una costra, una costra de infernal potingue negro. La incomodidad proviene de mantener el discurso oficial de la Arcadia feliz en contra de la evidencia informativa. Acostumbrados a años y años de bonanza mediática, el Gobierno popular no cuenta con resortes adecuados para sospechar siquiera que es imposible ocultar miles de toneladas de crudo vertidas sobre costas profusamente habitadas. Ni siquiera la voluntariosa intervención de Jaime Mayor Oreja, elucubrando sobre la malversación de fondos públicos que presupone en la actuación del lehendakari cuando gobierna en virtud de sus ideas, puede distraer la atención de un drama singular. Sinceramente, mal que le pese, es imposible imputar la ruina del sector marítimo gallego a las torvas maniobras del nacionalismo vasco. Éste es un contexto inédito en la política de los últimos años.

La falta de costumbre ante la hostilidad informativa ha llevado a actuaciones absolutamente excéntricas. No hay más que recordar al vicepresidente Rajoy acusando de "falta de patriotismo" a quienes critican la acción de su Gobierno ante la catástrofe, como si hubiera que haber aceptado día a día, dócilmente, las notorias inexactitudes de la información oficial.

Confundir la legítima crítica partidista con la falta de patriotismo revela una absoluta falta de cultura democrática, aunque bien es verdad que la tendencia venía apuntalada por la obscena explotación que ha realizado el Partido Popular del drama vasco. El patriotismo, como recurso para salvar la posición política personal, es costumbre de dictadores. Quizás ahora resulte más comprensible por qué cualquier leve movimiento de cualquier dirigente del socialismo vasco que contradijera el discurso oficial de La Moncloa se ha saldado con ignominiosas acusaciones de conversión al nacionalismo. Ese corrimiento discursivo resultaba inevitable (socialistas convertidos en nacionalistas) una vez que se había lanzado a todos los verdaderos nacionalistas al campo de los proetarras.

Rajoy, en el plano personal, se ha mostrado una vez más como uno de los hombres más abnegados de su partido. Mediáticamente hablando, se ha tragado el marrón gallego él solo. Se ha tragado ya toneladas de crudo, cientos, miles de contenedores de negro fuel envenenado. El desconcierto organizativo ha pasado al menos por centralizar en una sola estampa la respuesta a la tragedia: Mariano Rajoy. Al menos hay que reconocer al vicepresidente una virtud menor: la de hombre disciplinado.

Ahora sabemos que la crítica al Gobierno popular se resuelve en mera falta de patriotismo. A tan subterráneo nivel se hunde la cultura democrática en este país. Claro que la alusión al patriotismo siempre acarrea peligrosas consecuencias. El patriotismo es un hecho subjetivo. Seguro que los nacionalistas gallegos se sienten con bastantes razones para criticar a Rajoy: su falta de patriotismo sí que resulta escandalosa.

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