Tierra mía
El odio producía derivados sorprendentes. Como el policía judío que una noche de diciembre de 1945 entró en el Café Emke de los bulevares.
Aquel café era, en ese momento de cambios históricos, como la visión nostálgica que tiene un enfermo que tirita de frío, castañetea los dientes y delira de fiebre: en una ciudad helada como Budapest, sin calefacción, cuyos bulevares mostraban las tripas de numerosos edificios, en cuya oscuridad vagaban merodeadores rusos junto a maleantes locales y patrullas soviéticas que aparentaban mantener el orden, tan sólo unos meses después del cerco reabrió un café típico de la ciudad en tiempos de paz, con toda su falsa elegancia de cartón piedra. En la cálida sala brillaban guirnaldas de luces y unas palmeras artificiales evocaban lujosos ambientes orientales; en el bufet reinaba, entre espejos plateados, la esposa del dueño; los camareros iban y venían, patizambos, entre las mesas cubiertas con mantelería de damasco y puestas con cubiertos de plata falsa y vajilla de porcelana barata, ataviados todos ellos con uniformes negros un tanto ajados y una servilleta bajo el brazo. En los jarrones que descansaban sobre las mesas había flores de plástico polvorientas, y en un rincón se encontraba, aguardando el momento de su actuación, toda una orquesta de músicos gitanos: el primer violín, la viola, el contrabajo, el xilófono y el piccolo. Tanto los camareros como los músicos esperaban, como antaño, a unos clientes con ganas de pasárselo bien que pidiesen a los gitanos canciones tristes para reflexionar o alegres para bailar. [...] El dueño se movía entre las mesas preguntando a los estimados clientes qué deseaban. La puerta con batientes que conducía a la cocina no dejaba de moverse, los camareros desaparecían y volvían a aparecer con fuentes de latón rebosantes de los alimentos enumerados en las lujosas cartas. En medio de una ciudad que pasaba hambre, en el Café Emke había de todo, todo lo que la gente recordaba entre susurros: todo tipo de carnes, sabrosas salsas, botellas de vino de crianza enfriadas en sus cubiteras plateadas... Así era el Café Emke de Budapest en diciembre de 1945.
¿Qué canción habría pedido el oficial de policía judío? ¿La Internacional o una canción de opereta del judío Béla Zerkovitz?
Muchas cosas tenían que haber sucedido para que un hombre como ése cambiara de disfraz y de papel
Junto a las mesas, en la calidez del olor a comida, estaban sentados los últimos mohicanos que habían frecuentado los cafés de los bulevares, clientes que habían sobrevivido a los horrores, que se habían salvado y que habían vuelto de los campos o de su escondrijo: comerciantes, abogados, médicos, los así llamados intelectuales de los bulevares. [...] Los músicos tocaban con mesura y los platos de porcelana y los cubiertos sonaban como antaño, como en tiempos de paz. Los camareros utilizaban los términos técnicos de siempre al precisar los detalles de las comandas de los clientes ("¡Encurtidos! ¡Sí, señor! ¡La carne muy hecha! ¡Sí, señora!"), el sumiller, la vendedora de puros, la repartidora del pan zigzagueaban entre las mesas donde, junto a los clientes de siempre, reaparecidos con rapidez y en un estado sorprendentemente intacto, también se encontraban soldados kirguises y chuvaches vestidos con abrigos acolchados chinos y gorros de piel: truhanes del ejército de ocupación acompañados de damas que acababan de conocer en la fría esquina de alguna calle próxima. Los componentes de ese público mixto -los clientes de antaño y los recién llegados- se miraban con recelo. Fue el espectacular cambio de guardia, los vientos de la Historia, lo que había reunido a esos parroquianos. [...]
Al entrar en el café, el oficial de
policía judío se encontró de lleno en esa situación mitad histórica, mitad coyuntural. Yo lo conocía de pasada: había sido empleado de banca e iba al local todas las tardes para tomar café, junto con otros judíos pequeñoburgueses, antes de que llegaran los tiempos de Hitler y de las Cruces Flechadas. Yo sabía que su familia había perecido en el holocausto: su madre y su hermana menor habían muerto en Auschwitz y su hermano pequeño nunca regresó del campo de trabajo. Al entrar me reconoció y se llevó la mano a la gorra para saludarme militarmente. [...] Todo lo que llevaba puesto era flamante: el uniforme hecho a medida, las botas de cuero, el chaquetón adornado con los galones dorados de coronel... El empleado de banca había desaparecido en el revuelo del baile de máscaras, y en su lugar había aparecido el todopoderoso agente del orden. El dueño y los camareros se apresuraron a buscarle un buen sitio y el oficial de policía se paseó entre las mesas con una calma y un aire muy dignos. Se sentó con movimientos cómodos, sin prisa alguna. Todo el mundo se estaba fijando en él. Y él sabía que en aquel momento él era la persona más importante del local.
En Budapest en aquella situación, en aquel periodo, ese oficial de policía podía disponer sobre la vida y la muerte. Con un simple gesto de la mano podía ordenar que los agentes de los recién organizados servicios de las fuerzas de seguridad se llevaran a los temibles calabozos a la persona que él designara. Podía hacer lo que quisiera. Entonces sólo deseaba cenar. Con las cejas fruncidas examinaba la carta y escogía los mejores platos mostrando la aplicación y el entendimiento de un verdadero gourmet: lucioperca del lago Balaton y lomo asado con guarnición variada. Tras una larga conversación, el sumiller abrió para él una botella cubierta de telarañas. [...] El primer violín de la orquesta gitana tocaba antiguas melodías de opereta con un aire transfigurado, y toda la escena era parecida a las que se producen en los momentos de relevo social, cuando una clase recién llegada se apresura a presenciar una representación en la ópera, para ver, por fin, La traviata, la Caballería rusticana o cualquier otra obra que antes no podía ver ni siquiera desde el gallinero. Aquel oficial de policía estaba montando para su propia distracción la gran escena de la falsa pompa de los bulevares de Budapest en tiempos de paz. [...]
Incluso los soldados chuvaches y kirguises permanecían atentos: tenían las metralletas encima de la mesa, al lado de las copas de vino. En la escena había algo digno de un capítulo de Dostoievski, del ambiente vulgar de las grandes comilonas de los hermanos Karamazov, o del comportamiento imprevisible de los Artamonov de Gorki. Porque ese cálido café de falsa elegancia de Budapest, con sus clientes, y especialmente con el oficial de policía judío, constituía una mezcla explosiva de efectos incalculables. También las damas que acompañaban a los caballeros llegados hasta allí desde las lejanas estepas rusas observaban con devoción y con preocupación la presencia del representante del poder. Los clientes sentados a las mesas vecinas fingían conversar despreocupadamente, pero en realidad todos miraban a su alrededor con inquietud porque todos escondían algo: un quintal de mantequilla rancia destinada al mercado negro, una caja de puros llena de oro fino, o bien algún crimen. Nadie sabía si el oficial de policía llevaba o no en la agenda una denuncia anónima o un documento comprometedor sobre determinado estado de cuentas nuevo o antiguo, fruto de algún intento de venganza. Sin embargo, el poderoso cliente no se preocupaba, al menos en ese momento, por los demás. Los devotos y atentos camareros servían con la aplicación de los acólitos al gran señor que celebraba la cena como si fuera un cura celebrando misa: comía y bebía como si todo estuviera dispuesto en un orden natural.
Al final del festín, el camarero
le sirvió al agente un oloroso café con nata, y la vendedora de puros se esmeró para escoger el mejor cigarro de su selección robada de la fábrica de tabaco de Óbuda; se lo entregó al oficial y le ofreció fuego, y éste se puso a fumar, pleno de satisfacción tras haberse llenado la tripa. Al igual que el resto de parroquianos, los camareros del café también observaban con alivio la expresión del rostro del peligroso cliente. Todos se sintieron aliviados: el comportamiento amistoso y educado del oficial de policía había disipado la sospecha de que pudiera estar preparándose para hacer algo malo. Efectivamente, aquel hombre poderoso se encontraba a gusto, según apuntaban todos los indicios: había cenado bien, seguía fumando con serenidad y digería la cena de una manera cómoda y agradable. Se mostraba amistoso con todo el mundo. Sonrió levantando su copa para saludar a una bella dama sentada a la mesa contigua en compañía de unos clientes habituales, sin pretender molestar a nadie, simplemente por educación, con el ademán típico de un caballero, e inmediatamente después, con un gesto de la mano en la que humeaba el puro, hizo una señal al primer violín para que éste se acercara.
El músico -con el pañuelo al cuello y el violín y el arco en la mano, con paso lento y aire de humildad, de intimidad y de amabilidad sonrientes, con la característica sospecha de su profesión de que el cliente se había calentado ya debidamente para pedir una canción tras otra y ponerse a cantar- se inclinó hacia él con confianza para escuchar su petición. Asintió con la cabeza con entusiasmo, volvió con los demás músicos, les dijo algo en su propia lengua y, dirigiéndose al viola y al contrabajo, se puso el violín en el hombro y levantó el arco con un movimiento dinámico, cargado de sentimientos. En el café reinaba un silencio devoto. En medio de aquella expectación de iglesia, de un ambiente de espera impaciente, se materializaba el recuerdo de una ritual fiesta tribal, imposible y olvidada: así se divertía, en tiempos de paz, un gran señor húngaro; la escena parecía recordar la frase de "así era nuestra vida en Odesa"... Los clientes esperaban con curiosidad e inquietud que la orquesta empezara a tocar. ¿Qué canción habría pedido el oficial de policía judío? ¿La Internacional o una canción de opereta del judío Béla Zerkovitz?
El primer violín se inclinó sobre su instrumento y pulsó una de las cuerdas; los demás músicos lo siguieron pianissimo. En medio del silencio eclesial del Café Emke de Budapest, en diciembre de 1945, comenzó a sonar, por petición de un oficial de policía judío, la canción irredentista "¡Eres bella, eres maravillosa, Hungría mía. / Eres más bella que la tierra entera!", una canción que ya entre las dos guerras se consideraba cursi en nuestro país, y que resultaba en aquel momento y en aquel lugar tan falsa, tan mentirosa y tan absurda que provocaba aversión entre los presentes. Aun así, el primer violín tocaba con entrega. Los clientes lo observaron con aprensión, falsamente embobados. Los camareros se detuvieron. El oficial de policía dejó su puro humeante en el cenicero, cruzó los brazos, se echó hacia atrás y cerró los ojos.
Aquel hombre tenía todas las razones para sentir odio. Sentir odio hacia una Hungría que quizá fuese más bella que la tierra entera, pero que había asesinado a su madre y a sus hermanos y lo había humillado a él en su condición de ciudadano húngaro, nacido en Hungría. ¿Qué pretendía al pedir aquella canción irredentista, ultranacionalista, allí, en una situación completamente transformada? ¿Acaso se trataba de un sarcasmo? Todos los que nos encontrábamos en aquel café de espejos plateados contemplábamos en silencio al oficial de policía de ojos cerrados. Los chuvaches tenían cara de idiotas, no entendían nada de la escena. Sin embargo, todos sentíamos que algo estaba ocurriendo más allá de esa confusa situación: que aquel hombre quería comunicarnos algo, pagar por algo, responder a algo... La escena era vulgar, burda e informe, pero todos los presentes intuían que algo estaba ocurriendo más allá de la música; un hombre estaba realizando algo que quizá había deseado toda su vida sin haber tenido ocasión, sin haber podido hacerlo con todas sus consecuencias.
Muchas cosas tenían que haber
sucedido para que un hombre como ése cambiara de disfraz y de papel y pidiera que tocaran una canción ultranacionalista, comercial hasta la provocación, de contenido torpemente sentimental, en medio de un café de Budapest. Habían tenido que existir Hitler y Auschwitz. Habían tenido que perecer millones de jóvenes americanos, ingleses y rusos en los frentes europeos, africanos y asiáticos. Había tenido que desgarrarse en pedazos una enorme potencia, el Reich alemán, y en Hungría, en ese pequeño país, había tenido que desaparecer el orden social existente y la filosofía que lo acompañaba. Había sido necesario todo eso para que aquel hombre pudiese por fin pedir al gitano del Café Emke que le tocara una canción cursi, falsa e irredentista.
Porque si ese mismo hombre hubiese entrado una noche en el Café Emke unos años atrás, en su etapa de empleado de banca, y hubiese pedido la misma canción, alguno de los cristianos presentes probablemente habría pensado: "¿Cómo es que este judío se muestra tan patriota?" A lo mejor incluso alguno de los clientes judíos se habría preguntado: "¿Por qué se muestra tan patriota si es judío?" Sin embargo, él no quiso mostrarse patriota, sino que -por una vez en su vida- quiso pedir, en el Café Emke, que los gitanos le tocasen la canción que constituía una prueba de que él también era húngaro, de que Hungría era para él también su patria -ya que había nacido allí y su idioma materno era el húngaro-, aunque hubieran matado a sus seres más queridos, aunque lo hubieran humillado y obligado a huir, aunque hubiesen intentado excluirlo de aquella sociedad. Esa noche había llegado el momento de pedir esa canción sin que a nadie en el local se le ocurriese sonreír con ironía y preguntar: "¿Qué pretende ese judío?".
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