Raíces aéreas
En varias ocasiones he comentado la extrañeza que me causaban, de niña y adolescente, los usos y costumbres de mis primos y otra gente de mi edad. Aunque seguramente yo también debía parecerles a ellos un bicho raro. Había una tía en mi familia que era muy cariñosa y aprovechaba cualquier ocasión para organizar comidas donde nos juntábamos muchos y reíamos mucho también. Había otra tía que era algo menos cariñosa y siempre hablaba de la Familia, en mayúsculas. Eso decía mi padre, y yo le preguntaba cómo sabía que ella lo decía en mayúsculas. Pero ahora ya lo sé.
Las dos tías eran sacerdotisas, cada una a su manera. A la primera le pedía yo, siendo muy pequeña: "Tía, dame pomadita". Era en la playa de Zarautz, en el verano. Y ella me ponía Nivea, lo que me gustaba mucho. A la otra tía no me habría atrevido a pedírselo, porque era muy seria y en seguida exclamaba: "Por favór..." (con acento), que significaba que yo había dicho una inconveniencia que podía perturbar la sagrada armonía en que se movía la Familia.
Es el drama de la existencia, nacidos para volar pero encadenados a un roca
Y sólo cortando esas raíces, son posibles el juicio, la decisión y la acción libres
Me gustaban aquellas comidas llenas de risas y me gustaba la Nivea de la mano de mi tía . Pero apreciaba mucho menos esa sensación de estar siempre en situación de pedir perdón por algo que yo desconocía. Como cuando me miraba desde lo alto de su vestido negro y decía: "Pobre niña"... Le gustaba dejar las frases sin terminar, suspendiéndolas con un gesto de misericordia in extremis que me libraba de escuchar la áspera regañina que, al parecer, me merecía.
Tardé mucho en descubrir en mi propia persona esas dos auras que desprendían mis tías, una de bondad, la otra de inquisición. Cuando vivía en Francia echaba de menos la sensación de proximidad y confianza que respiraba entre mi familia "española". Pero no faltaba algún momento, cada verano, en que quería salir huyendo. Las mismas raíces que me hacían sentir parte de algo más grande se cerraban luego sobre mí asfixiándome.
Para la familia de aquí, yo era una moderna, que había perdido sus buenas costumbres y no ponía el empeño suficiente para recuperarlas. Pero, ¿cuáles eran? Cuando conseguía identificar alguna, me parecían tonterías; pero eso no se podía decir, porque esas costumbres eran sagradas e intocables. Había una sustancia en todo esto que a mí siempre se me escapaba.
En los últimos años de adolescente pareció que me libraba de ese abrazo del oso, pero otro más fuerte se disponía a estrecharme. La política, que en estas tierras no es cualquier cosa. De nuevo la sagrada familia. Y de nuevo esa doble sensación de encontrar mis raíces y de asfixiarme entre ellas.
Y cuando empecé a darme cuenta, de nuevo, me encontré abrazada a un hombre que me daba y me quitaba a la vez el aliento. "Por favor"...
Me sentí identificada con esas pinturas de Magritte que representan una especie de pájaros vegetales enraizados en tierras inhóspitas. Pájaros capaces de crecer y desplegar sus alas, pero incapaces de echarse a volar, abandonando esa tierra condenada, en busca de otra vida que casi se divisa al otro lado del mar. Es el drama de la existencia humana, nacidos para volar pero encadenados a una roca. El mismo Magritte dejó sin resolver el enigma.
Ahora Vilém Flusser, que es judío, checo y filósofo, no sé en qué orden, me sorprende escribiendo sobre raíces. Unas raíces, dice, que están formadas por mitos, ritos y religión. Sobre todo, por ritos, por costumbres banales, que no significarían nada de no ser porque lo significan todo, al haber sido divinizados. Nos facilitan ensimismarnos en la nostalgia de la totalidad perdida. Nos enraizan a nuestros apegos y a nuestros paisajes infantiles. Más tarde, la raigambre de los adultos se forja con el paisanaje; por ello, los ritos de madurez ensalzan la confianza recíproca entre los miembros de la comunidad. Pero Flusser, que es emigrante y ha sufrido varias veces el desarraigo, añade que esas raíces enredan al enraizado, ofuscándole. Y que sólo librándose de ellas, cortando con ellas, son posibles el juicio, la decisión y la acción libres.
He recordado un invernadero que hace años vi en la Ciudad de la Ciencia en París. Vi plantas que se mantenían separadas del suelo con sus raíces al aire. No era un experimento absurdo. Esas plantas vivían así en el Amazonas. Asfixiadas por enormes árboles que les negaban la vida, trepaban por ellos buscando la luz. Pero no eran parásitos. Se alimentaban de la humedad que saturaba el aire.
Creo que la solución no está necesariamente en cortar las raíces (aunque a veces no queda otro remedio, como hice con mi ex marido). Quizás nuestra esperanza esté en volar con las propias raíces al aire y en disposición de entrelazarlas a las de otros. Magritte nunca pintó completa la imagen que encabeza esta crónica. Le faltó el desprendimiento. Siempre relativo. Siempre con riesgo. Pero mejor eso que vegetales, aunque tengan label de calidad.
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