La revolución de las mujeres
La centenaria lucha feminista se ha agudizado en los últimos años tanto por sus conquistas como por la contraofensiva de quienes se niegan a aceptar la irreversible revolución que éstas significan. Desde la resistencia pasiva a la agresión corporal, pasando por el hipócrita reconocimiento de unos derechos violados en la práctica, el bloque machista frena el avance de la mujer en el trabajo, la política, la comunidad religiosa y la propia familia. Freno inútil,pues la reivindicación que hoy se niegue acabará alcanzándose; la rebelión que hoy se sofoque triunfará en su momento; la revolución que ahora se fragua acabará trayendo al mundo más paz y más justicia, más respeto a la Tierra para que se mantenga humana,acogedora y fértil.
¿Cuál es la causa profunda de esa defensa, sutil o encarnizada, que presentan los hombres con poder? No es su mero mantenimiento como poderosos. El varón del capitalismo ha sido educado en la más dura competitividad y suele practicarla sin distinción de sexos. El autoritarismo esclavizante oriental no se plantea la crisis de su poderío ante una hembra cosificada por supuesta voluntad divina. No es, por tanto, una cuestión de poder, aunque muchas mujeres han caído en la trampa de competir por él, y en ese punto se han integrado desgraciadamente en el sistema viril. Se trata de algo más temible para ellos y más noble para ellas. Es la subversión de un falso orden mental y social basado precisamente en la rivalidad y en la opresión, esos valores históricamente masculinos, en sí mismos crueles y belicosos, que aún configuran un paisaje de explotación y guerras y que, a despecho de la proclamada modernidad ética, muestran el rostro más feroz y primitivo de la condición humana.
Si excluimos, por leyenda, la de las amazonas, las mujeres no son guerreras, excepto algún virago thatcherista, pues aman la vida y la paz por ser ellas mismas el mensaje biológico de una divinidad creadora, amorosa y maternal. Ellas son la propia naturaleza edénica y el perpetuo ruego al varón de que la defienda de los trastornos naturales con su ingenio técnico, en vez de provocarlos con su codiciosa destrucción del ecosistema, del hogar común. Las virtudes naturales de la feminidad (ternura, sensibilidad, cuidado eficaz e inteligente libertad de espíritu) las ha puesto el hombre a buen recaudo en su refugio de cazador para su descanso de guerrero, pero las ha excluido de la vida pública o política. La mujer, por naturaleza, hace el amor y no la guerra. De la ateniense Lysistrata a los dos grupos femeninos, palestino e israelí, que acaban de recibir el Premio Internacional Alfons Comín por sus esfuerzos en pro de la paz entre dos pueblos aterrorizados, podrían citarse miles de ejemplos, vivos o literarios, de ese combate femenino por la paz. Pero ésta es imposible sin justicia, y esta última exige la igualdad universal de los derechos humanos. La mujer es justiciera porque es pacífica y está en las primeras filas de todo movimiento transformador del actual sistema económico. ¿Cómo no iban a oponerse a tanta subversión los mantenedores del desorden establecido?
La acción política de las mujeres tiende a promover situaciones de participación ciudadana en los grandes problemas de la vida diaria y a resolverlos impidiendo la explotación económica y personal. Para ellas cuentan las personas por encima de cualquier otro interés. Son responsables, tienen sentido práctico y eficacia resolutoria. No gustan de excesivas concesiones tácticas. Su diplomacia no excluye la firmeza. Los políticos que se les puedan comparar hacen honor a su componente femenino, pero muchos de ellos recelan de quien denuncia tan claramente sus vicios más usuales y se las ingenian para convertir a las políticas en florero electoral. Los que se hayan fijado en el compromiso vital de las mujeres más ligadas a las necesidades diarias de la gente en el ámbito público (diputadas, alcaldesas, rectoras de universidad, dirigentes vecinales, etcétera) habrán comprobado, con todas las excepciones que se quieran, su dedicación, su esfuerzo y su honradez incorruptible. En ellas no cabe la frivolidad, la vista gorda ante las corruptelas ni la tentación del dinero.
Por otra parte, las mujeres han adquirido ya unos saberes que permiten demostrar su inteligencia. En el mundo islámico son la avanzadilla ilustrada que aspira a convertir la cerrilidad integrista en una comprensión correcta del Corán. En las iglesias cristianas, la crítica teológica y moral avanza de su mano. Honda revolución también esta, que hace temblar los cimientos patriarcales que osaron endosarle a Dios el sexo masculino y niegan el sacerdocio a la mujer cuando ella es el lazo natural entre la divinidad y los seres humanos. En la literatura y el periodismo están demostrando una penetración psicológica, una preocupación social y una competencia del todo equiparables a la excelencia monopolizada en el pasado por el género masculino. Y qué decir en el ámbito médico, donde sus virtudes son consustanciales con el sagrado oficio de sanar y de cuidar.
En esta revolución no violenta que incide en la paz, la justicia, la defensa de la Tierra y en la dignidad de toda persona, las mujeres, junto al peso enorme de parir, padecen penas sin cuento. La medicina demuestra que sufren una fatiga física y psíquica y una morbilidad muy serias. Con escasa ayuda del varón han de atender gratuitamente y sin jubilación a muchas tareas y personas de su entorno. ¡Cuántos dolorosos divorcios ha supuesto su derecho a no ser criada para todo y gheisa al mismo tiempo! El mito de la familia se ha derrumbado, pero sus escombros han caído sobre la mujer. En ese sentido, cabe decir que la revolución bien orientada comienza por la cocina. En la casa se juega el destino de un hogar ecuménico, humano, justo y pacífico. Cada mujer que cae herida, enferma o desesperada está dando vida a millones de seres futuros y mejores. Está pariendo una vez más el mundo.
J. A. González Casanova es constitucionalista.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.