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De la justicia y de la humillación

Josep Ramoneda

¿Para cuándo la reforma de la justicia? Los gobiernos pasan, pero la justicia sigue igual, sin los recursos necesarios para dar el servicio que la sociedad merece. El PP y el PSOE anunciaron con gran aparato un pacto por la justicia. ¿Alguien ha visto consecuencias prácticas reales de este pacto? ¿Dónde están los recursos necesarios? La sanidad, la educación y la justicia son los tres servicios básicos que el Estado debe dar a la ciudadanía. El cuarto, la seguridad, es, en buena parte, función de los otros tres. Del Gobierno central a las administraciones autonómicas, sanidad y educación son preocupaciones recurrentes, pero la justicia siempre queda en segundo plano. Sólo sale de él por su politización en cuestiones que tienen que ver con los altos tribunales o por la petición de juicios rápidos y prisiones provisionales que hacen los alcaldes cuando la percepción de inseguridad ciudadana sube. Pero el nivel de la justicia de un país no se mide por el Tribunal Supremo o por el Consejo General del Poder Judicial, se mide por el buen funcionamiento de la justicia cotidiana. Es decir, de la justicia que afecta al común de los ciudadanos. Y, para ello, se necesitan cambios culturales de fondo, como una concepción realmente democrática que acorte la distancia entre jueces y ciudadanos, que no se improvisan en dos días, pero también es preciso solucionar problemas prácticos, como el buen funcionamiento de la oficina judicial, que es básico porque sólo con los recursos necesarios se puede tener una justicia de calidad en todos los sentidos. Empezando por la debida atención a las víctimas que a menudo son los que más sufren la escasa sensibilidad de lo burocrático.

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Estos días se celebra el juicio por el secuestro de Olot. El largo camino de 10 años que se ha necesitado para llegar hasta aquí es un compendio de los defectos de la justicia: los sucesivos cambios de juez, en un juzgado de tránsito en el escalafón; la falta de medios para que la instrucción tenga el rigor exigible; la evidencia de que estos juzgados de primera instancia no están preparados para instruir casos poco habituales que les desbordan por completo. Un sinfín de factores han permitido esta demora inaceptable en la acción de la justicia y que durante varios años la secuestrada haya tenido que convivir en la misma ciudad con algunos de sus secuestradores, que no sólo estaban en libertad sino que quienes eran policías municipales de la ciudad seguían cobrando, por orden judicial, sus sueldos con los complementos incluidos. Es demasiado. Evidentemente, todo ciudadano tiene la plenitud de sus derechos hasta que sea condenado. Pero este principio indiscutible casa mal con una justicia que se demora tanto tiempo, y puede acabar convirtiéndose en una injusticia. ¿Era tan difícil nombrar un juez de refuerzo que permitiera al encargado del caso liberarse de otras actividades? ¿Cuándo entenderán las administraciones públicas que el mejor garantismo judicial, para todos, también para las víctimas, exige celeridad y rigor en las instrucciones? Se llega al juicio sin que ni siquiera esté clara la conexión entre todos los acusados, y con el extraño interrogante que plantea el hecho de que la acusación particular exculpe a dos de ellos.

Con todo, hay otras lecciones más importantes del secuestro de Olot. La primera es la constatación, una vez más, de la trágica banalidad de la violencia. Como dice Wolfgang Sofsky, "los grandes crímenes no necesitan grandes ideas". Bastan los instintos básicos: el impulso de matar, el deseo de un botín, la envidia y los celos. Lo que no está claro es cómo se da el paso de la envidia al secuestro o al asesinato. Hay mucha gente torturada por los celos o por la envidia que no se convierten nunca en asesinos. Por mucho que se sepan los móviles, lo que hace que un hombre corriente se convierta en asesino es a la vez banal y misterioso. Ninguna sociedad ha conseguido eliminar la violencia de su seno. Pero lo que está claro es que la crueldad busca deshumanizar también a la víctima. El testimonio de Iñaki, el que decidió soltar a Maria Àngels Feliu, es un monumento de crueldad añadida. Sin ningún rubor, el verdugo se presenta como redentor. Entonces, ¿por qué esperó más de 400 días?, le preguntó el tribunal.

Tengo la tentación de decir que, en Iñaki, la deshumanidad se hizo carne, si no fuera que éste sería el peor engaño porque comportamientos como el de Iñaki precisamente lo que confirman es que nada inhumano es ajeno a la humanidad, y que la crueldad forma parte de los atributos del hombre. Por eso, Zygmut Baumann sugiere que la cuestión no es tanto la inhumanidad como la humillación. Hablamos de humillación cuando "la necesidad se impone por encima y contra la posibilidad". Maria Àngels Feliu fue una mujer humillada durante su cautiverio porque se le negaba cualquier posibilidad; es decir, cualquier libertad. Iñaki, al presentarse como su redentor, la humilla de nuevo porque convierte la decisión de soltarla en un acto de compasión del torturador, como si tuviera derecho a disponer a su antojo de la suerte de Maria Àngels. Afortunadamente, el buen criterio del tribunal evitará que la Feliu, a la hora de declarar, se encuentre con sus presuntos torturadores. Pero, sin duda, una justicia más eficaz podría haberle evitado la humillación de reconstruir todo lo que pasó, otra vez, 10 años después; es decir, cuando ella debería haber completado el ciclo de retorno a la vida sobre la base de la elaboración del trauma y del olvido. Y hubiera exigido a los acusados que dieran la cara ante la justicia y no se escondieran detrás de ridículos disfraces. La dilación en la resolución del caso y las muchas sombras que todavía existen en torno a la instrucción son una forma de humillación suplementaria de la víctima que hace que una justicia con tantos impedimentos sea menos justicia.

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